The Lighthouse (2019)

Desde tiempos inmemoriales la figura del marino ha sido por antonomasia la encarnación de la soledad. Sitiado en un endeble islote de madera por las aguas impredecibles y usualmente violentas del océano, el marino construye su vida en torno a la repetición metódica de un sinfín de tareas físicas, cuya función primordial consiste en mantener a flote el navío y al mismo tiempo mantener a flote la cordura de ese humano destinado a meses de un trabajo inescapable. Para el marino que flota en medio de la nada, el cuerpo es su principal herramienta y la mente su peor peligro.

Historia de dos hombres a la deriva en tierra firme, el segundo largometraje del talentoso director estadounidense Robert Eggers (The VVitch, 2015) funciona en su superficie como una exploración de los mecanismos de la locura asociados a la soledad, mientras que entre líneas desarrolla una bellísima alegoría sobre la imposibilidad del hombre para convertirse en un engrane preciso; para devenir en máquina.
Willem Dafoe y Robert Pattinson son abandonados en un islote para cuidar y dar mantenimiento a un gigantesco faro. La torre luminosa funge como el único vestigio humano en cientos de kilómetros a la redonda, y a ella se ata el deber de los dos marinos que por razones personales han decidido escapar de la civilización para entregarse, en completa soledad, a la furia del viento, a la inclemencia de las aguas, y a sus propios demonios.
Eggers comprende que esa soledad absoluta a la que muchos poetas han rendido sentidos homenajes, se traduce en el plano de la realidad como una flagrante imposibilidad biológica del ser humano, engendrando a partir de ese concepto la gradual descomposición emocional de dos personajes cuyas mentes, cada vez más sensibles ante el aberrante horror de la soledad, rellenan su cotidianidad con proyecciones de las mitologías y los mitos marinos de los que han abrevado toda su vida.
Lejos están de importarnos las historias previas de los dos personajes, o incluso la relación de odio/amistad que se construye entre ellos. Lo que Eggers busca en The Lighthouse no es conectar con nuestro intelecto: Eggers apunta a la víscera; al impacto puntual, y así nos lleva de la mano por un metraje que funciona como un demencial juego inmersivo dispuesto sobre el tablero de dos mentes desbocadas; dos mentes para las que todo es válido, y en las que el tiempo, la moral, y lo real, son conceptos carentes de sentido.
Con habilidad de pintor, más que de narrador, Eggers construye un compendio de secuencias en las que sus dos personajes se regodean en una locura que, lejos de ser aleatoria, gradualmente exacerba hasta niveles intolerables los dos grandes motores del ser humano: el miedo y el sexo. Ese pavor sexualizado que opera como núcleo atmosférico del filme, se manifiesta a partir de una colección de secuencias que surgen de la exhaustiva investigación que Eggers y su hermano hicieron del lenguaje y las leyendas populares del siglo XIX, así como de las mitologías más clásicas asociadas al horror corporal (y por ende al castigo corporal, que no es otra cosa mas que la penitencia), como la monstruosa composición anatómica de las sirenas, o el literalmente descarnado castigo de Prometeo tras el robo del fuego a los dioses.
Una de las películas más bellamente fotografiadas del siglo XXI, cortesía de la virtuosa lente de Jarin Blaschke, The Lighthouse es prueba irrefutable de que la valentía fílmica y el arrojo creador pueden aún existir en un medio cada vez más interesado en el desarrollo de productos rentables. El completo desdén que Eggers muestra por la estructura narrativa convencional, y su absoluta falta de condescendencia al espectador lo colocan como una de las figuras más notables dentro del panorama fílmico contemporáneo.
Hace ya casi tres semanas que vi la película y aún no puedo superar el alarido humano que deviene en sirena de niebla. Los ojos del horror y la locura no tienen lógica, pero ¡ay qué bellos son!. 

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