Dentro de sus incontables limitaciones, el ser humano tiende regularmente a apasionarse por aquellos temas que lo afectan de forma particular y que de alguna u otra manera han influido en su desarrollo personal. Todos somos conscientes de que esa pasión, la cual nos hace elevar el tono de voz en discusiones interminables, es la peor consejera y un absoluto impedimento para contemplar de forma objetiva el asunto que se intenta tratar, pero a pesar de todo esto, una y otra vez volvemos a esa mesa en la que, aferrados a un buen vaso con whisky, defendemos nimiedades casi al borde de la violencia.
La película, que se narra casi en su totalidad desde un punto de vista maniqueo, confronta a las malvadas fichas blancas contra las sufridas fichas negras en un despliegue de clichés ridículos, diseñados para introducir al espectador en un drama que, en una muestra de ingenuidad, intenta coquetear con lo que el talentoso Spielberg de hace más de veinticinco años hizo en The Color Purple, consiguiendo únicamente un amasijo de momentos dignos de la peor literatura motivacional, que intentan hacer sonreír al espectador y dotarlo de un falso halo de esperanza respecto a un problema que hasta nuestros días sigue sin tener solución.
A lo largo de las dos horas y media de metraje, el público podrá atestiguar la valía de dos mujeres afroamericanas, quienes a pesar de sus carencias y del pésimo trato que reciben, educan con desbordada ternura a los hijos de una clase media norteamericana incapaz de criarlos por sí misma. Acción que por alguna misteriosa razón no aclarada en la cinta, desemboca en que esos pequeños que “aman con locura” a sus morenas madres sustitutas, inexplicablemente terminan convirtiéndose en adultos racistas. Hecho que con el planteamiento simplista del filme podría ser achacado únicamente a alguna falla genética o mental de la raza caucásica.
Es dentro de ese pantano fílmico de desastres, plagado de lugares comunes y mensajes tan evidentes como ramplones, que irónicamente aparecen las estupendas actuaciones de Viola Davis y Octavia Spencer, dos mujeres que gracias a su naturalidad y expresividad, dignas de ser premiadas, atenuaron mi deseo de agarrar un bidón de gasolina y prenderle fuego a la pantalla.
Hasta este momento no consigo explicar el tsunami de halagos que ha recibido esta supuesta oda a la tolerancia y la entereza, sin embargo asumo que esa misma pasión mal orientada con la que se realizó el filme, la comparten muchos de los espectadores que ensalzan esta obra carente tanto de propuesta visual como temática, aunque como siempre, cabe la posibilidad de que el insensible y el equivocado sea yo.