Pocos podrán negar que la trascendencia es uno de los objetivos más perseguidos por el ser humano. Cada acción y cada obra que realizamos en la cotidianidad busca construir una historia que nos permita ser recordados el mayor tiempo posible. Pocos lo logran, y la mayor parte de nosotros seremos olvidados en menos de un siglo, sin embargo, la fantasía de dejar algo tangible que nos trascienda al morir es innegable. Nuestro narcisismo: patológico pero inevitable.
Resulta doloroso ver tomas de apenas tres segundos donde se exhiben, en toda su megalómana magnificencia, sets y paisajes minuciosamente maquetados y pintados a mano, que desaparecen en ese breve intervalo de parpadeo para no volver a verse jamás. Situación que evidencia el hecho de que The Grand Budapest Hotel es una de esas películas que debe verse de corrido en pantalla grande y posteriormente analizarse, en la comodidad de un buen sillón, presionando el botón de pausa cada cinco segundos. El espectáculo es sencillamente abrumador.
Por si fuera poco, la trama de intrigas y secretos que Anderson construye, según sus propias declaraciones en homenaje a la obra de Stefan Zweig, es atractiva y envolvente de principio a fin, situación que se magnifica al contar con uno de los elencos más espectaculares y copiosos que se hayan visto en una cinta de Wes Anderson, dentro del que sin lugar a dudas destaca la extraordinaria interpretación protagónica de Ralph Fiennes, quien sin temor a exagerar ejecuta uno de los mejores papeles de toda su carrera como el mentor del joven botones del Hotel Budapest.
La cámara, a cargo de Robert D. Yeoman, habitual colaborador de Anderson, juega con la relación de aspecto del filme para denotar las diferentes épocas por las que se desplaza la historia, utilizando una relación 4:3 para las predominantes secuencias del pasado, y adoptando formatos más amplios para las partes ubicadas en la segunda mitad del siglo XX, permaneciendo en todo momento la afición de Anderson por las composiciones perfectamente centradas y por los cuidadísimos travellings.
Convirtiéndose hasta el momento en la obra magna del joven director norteamericano, que por momentos desearía que no filmara nada después de esto ya que difícilmente podrá superarlo, The Grand Budapest Hotel es un trabajo exquisito acerca del que se pueden producir incontables cuartillas de análisis estético (no hace falta más que recordar el importantísimo papel de una hermosa pintura expresamente pintada para la película, de la que ya se podría hablar largo y tendido, o el glorioso momento en que ésta es suplantada por un Egon Schiele, que posteriormente se convierte en la víctima más dolorosa de la cinta), una obra que reaviva los conceptos de “estilo propio” y “cine de autor”, no de forma vergonzosa como muchas veces ocurre, sino con un producto redondo, definitivo e inolvidable. Anderson lo ha dado todo, ahora esperemos que aún tenga más trucos bajo la manga.