El poco reconocido actor galés, Joel Edgerton, a quien quizás recuerden por el mediocre remake de The Thing, o por Warrior –cinta que protagonizó junto a Tom Hardy– decidió estrenarse como director de largometrajes con un thriller protagonizado por él mismo.
En The Gift, Edgerton interpreta el papel del vecino incómodo de Simon y Robyn: joven pareja que tras sufrir un embarazo fallido decide rehacer su vida en un lujoso barrio residencial de Los Angeles. Es en el proceso de mudanza que los dos tórtolos –exitosos y guapos cual póster del matrimonio perfecto norteamericano– se encuentran a Gordo –viejo amigo de la infancia de Simon– quien tras el amistoso saludo comenzará a pasearse con frecuencia por la casa para dejar pequeños regalos de bienvenida. La situación, que inicialmente se presenta como una muestra ordinaria de afecto, gradualmente escala a un perturbador nivel de acoso que reabrirá viejas y terribles heridas del pasado.
La premisa suena trillada, y desde el primer instante el público puede adivinar que nada es lo que parece y que there’s no such thing as a perfect marriage, sin embargo, la virtud de The Gift, que inicialmente se presenta como un thriller clásico –sin aspiraciones estéticas y centrado completamente en su capacidad de transmitirle información pura y dura al espectador– es su calculada habilidad para reconfigurar las intensiones de sus personajes hasta gradualmente revelar, sin perder coherencia con el planteamiento original, el verdadero meollo de la trama.
Edgerton resulta un gran manufacturador de tensión, elemento que sirve como el ingrediente perfecto para jugar con los prejuicios del público que –como es normal– intentará perfilar a los personajes del filme con la evidencia que tiene a la mano: personaje socialmente torpe e incómodo = malo ; matrimonio guapo = bueno.
Resuelta con menos inteligencia de la que utiliza para construir su narrativa, The Gift es un thriller efectivo y meticulosamente construído, que tiene por virtud adicional la de contar con un elenco notable, capaz de entregar momentos de superlativa incomodidad construidos a partir de sutilezas –fenómeno que se presenta con cada vez menos frecuencia en el cine contemporáneo– que muestran el potencial de Edgerton como director y hacen valer la compra del boleto para remediar una aburrida tarde de domingo.