¿Qué se puede decir de la obra de Darren Aronofsky?.
Para unos es un genio, un visionario de la imagen, un magnífico escritor de guiones y un artista arriesgado que se preocupa mucho más por contar una historia que por llenar las salas de cine.
Para otros es un pedante, un incomprensible, un sobrevalorado y un pretensioso.
Yo sin duda, me cuento entre los admiradores de este autor, que con cada nueva creación nos lleva a lugares de nuestro inconciente que pocas veces nos atrevemos a explorar. Historias que van desde el rebuscadísimo guión matemático-filosófico de “PI”, que le valió el premio de mejor director en el festival de Sundance, hasta la terriblemente estremecedora trama de “Requiem for a Dream” (adaptación de la novela de Hubert Selby Jr.) que puso la piel de gallina a miles de espectadores y que además maravilló por su técnica estética, así como por la increíble música de Clint Mansell, que ha sido colaborador asiduo de todas sus películas.
Ahora, justo antes de que salga su cuarta película “The Wrestler”, vuelvo a analizar la que probablemente sea su obra más grande, ambiciosa y de mejor factura.
The Fountain es sin duda mi película de ciencia ficción favorita. Supongo que al terminar de verla sentí lo mismo que los espectadores de la Odisea 2001 de Kubrick hace unas cuantas décadas, ya que no exagero al decir que esta película en unos cuantos años se revalorará como un momento cumbre en la historia del cine.
Cuando se dió a conocer la noticia de que Aronofsky dirigiría esta cinta, la crítica se sorprendió por el cambio de temática del director, que ahora planteaba la reinvención de un género que aparentemente estaba en una decadencia centrada en la infinita repetición de ideas. Cuando fue cuestionado acerca de si iba a hacer una especie de película “a la Matrix”, el respondió: “We’ve seen it all. It’s not really interesting to audiences anymore. The interesting things are the ideas; the search for God, the search for meaning”. Y precisamente ese es el trasfondo en The Fountain, que se convierte en la película de ciencia ficción más interiorista y hermosa desde el Solaris de Tarkovski.
La historia se divide en tres partes, que a la vez son una sola según la interpretación que se le quiera dar a la película. La primera, que conforma el eje de la película, es la historia de un médico que busca la cura para el cáncer que padece su esposa. La mujer, en su convalescencia, escribe una novela acerca de un conquistador español que por órdenes de la corona se embarca en la búsqueda del árbol de la vida. Esta historia se intercala en la pantalla con la del médico y con la de una especie de viajero intergaláctico, que viaja dentro de una nave esférica, con el objetivo de llevar el árbol de la vida hacia Xibalba (el inframundo mítico de la cultura Maya, donde los muertos sufren un renacimiento) antes de que se seque y muera.
La película va desarrollándose a través de una historia que aunque sencilla al principio, alcanza niveles de complejidad narrativa y filosófica magníficamente planteados y resueltos, hasta llegar a un clímax que crea uno de los momentos cinematográficos más memorables que haya tenido la oportunidad de ver en los últimos años.
Las actuaciones de Hugh Jackman (conquistador, médico y viajero) y Rachel Weisz (reina y esposa del médico), son las mejores que les he visto. La música compuesta por Clint Mansell e interpretada por Cronos Quartet y la banda escocesa Mogwai, es tan buena que tuve que buscar el soundtrack por cielo mar y tierra hasta tenerlo en mis manos. Y finalmente el desarrollo visual de la historia es francamente increíble, con fotogramas que podrían ser cuadros hiperrealistas fantásticos como el que les pongo al final de esta reseña.
Espero que concuerden conmigo y que pronto vean esta obra maestra del cine moderno, que tristemente se encuentra en la actualidad tan carente de ideas frescas.
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