El ser humano está profundamente obsesionado con la superación –y en muchos casos con la eliminación– del pasado. Prueba flagrante de ello es el vertiginoso concepto, rayano cada vez más en lo demencial, de la obsolescencia tecnológica. Esa idea que durante las últimas décadas ha convertido a la tecnología en un parámetro de medida del tiempo, y que califica de caduco a cualquier producto con más de un par de años de antigüedad. Nos encontramos inmersos en una sociedad cuyo frenesí de consumo y sus aspiraciones se fundamentan en el olvido y la destrucción del pasado.
El fenómeno de la obsolescencia se ha visto también evidenciado en el desarrollo de las técnicas narrativas y en la historia de los formatos cinematográficos. No hace falta más que recordar la hasta cierto punto ridícula batalla de los formatos alargados de imagen, que engendró peculiares experimentos como el Cinerama, y que mostraba una obsesión de la tecnología fílmica por innovar y por dejar atrás aquellos formatos primigenios casi cuadrados. Lo mismo ocurre ahora con la tridimensionalidad, y con la cada vez más flagrante intensión de los filmes modernos por hermanar sus métodos narrativos con los de las series televisivas, supeditando cada secuencia al objetivo primordial de transmitir información, y sacrificando en el camino la creación de una atmósfera o un estilo visual.
La conclusión pareciera ser que los clásicos ya están filmados y nadie quiere mirar atrás. La pregunta entonces es: ¿por qué cuando vemos Sherlock Jr., de Buster Keaton, la sentimos tan dinámica y tan visualmente asombrosa? ¿Por qué cuando vemos La pasión de Juana de Arco, de Dreyer, la sentimos tan vigente y tan profundamente impactante? ¿Acaso no existe un atractivo visual innegable en las secuencias que se obtienen mediante la fotografía con cámaras y lentes antiguos? Por suerte para nosotros, el director canadiense Guy Maddin lleva décadas respondiendo estas preguntas.
Apasionado y estudioso crónico de la era silente del cine, Maddin a construido su carrera como director a partir del uso de cámaras e instrumentos antiguos de filmación, así como de las técnicas de construcción narrativa que se desarrollaron en las primeras dos décadas del siglo XX, creando con estos elementos un cine visualmente asombroso, temáticamente irrestricto y de una potencia abrumadora.
Tras Keyhole –ese brillante experimento en el que Maddin adaptó el legendario poema de La Odisea, basándose en los códigos del cine noir y con una casa como único escenario– el director canadiense decidió filmar la que hasta el momento es sin lugar a dudas su cinta más ambiciosa. The Forbidden Room tiene todos los elementos que hacen notable al cine de Maddin –su amor por las texturas de los filmes de los años veinte, su interés por incorporar tecnologías arcaicas al cine contemporáneo, y su obsesión por la originalidad narrativa– sin embargo, en esta ocasión todos y cada uno de esos elementos son llevados a extremos completamente inimaginables.
Valiéndose del concepto narrativo del sueño dentro del sueño, la trama de The Forbidden Room es una experiencia profundamente compleja, en la que sus personajes entran y salen de distintos relatos que ocurren dentro de sus cabezas, penetrando el espectador en sueños que llegan a ser incluso de tercer o cuarto orden, en los que contemplamos las historias de personajes imaginados por otros personajes, que a su vez son sueños de otros, y que se mezclan en un juego absolutamente hermoso y demencial.
Cine pletórico de ideas y esbozos de tramas al más puro estilo borgiano –del que se podrían sacar con facilidad más de cinco largometrajes– The Forbidden Room cuenta con un numeroso elenco que incluye nombres como Charlotte Rampling, Geraldine Chaplin y un extraordinario Udo Kier, quien además de actuar en múltiples roles dentro de los diferentes sueños que conforman el filme, protagoniza uno de los momentos más memorables al fungir como el eje central de una maravillosa pieza musical sobre un atormentado adicto al sexo.
Visualmente construida como un gran sueño/pesadilla y fundamentada en la técnica de los fotógrafos Benjamin Kasulke y Stéphanie Anne Weber, la cinta es –además de todas las virtudes previamente mencionadas– un extraordinario catálogo de filtros, texturas, sobreexposiciones, y colores, que bien podría proyectarse sobre las blancas paredes de algún museo de arte moderno y pasar, sin la necesidad de diálogo alguno, como una videoinstalación espectacular.
Probablemente el trabajo cumbre de un cineasta que aún tiene mucho que ofrecer, The Forbidden Room es una obra que evidencia la titánica inteligencia de su creador, pero al mismo tiempo expone la necesidad de mirar con frecuencia al pasado, no para hacer sentidos homenajes, sino para aprovechar esas ideas que, descontinuadas u olvidadas, pueden redireccionar y potenciar el camino del arte contemporáneo.