Dadas las posibilidades técnicas del cine en el siglo XXI, podría argumentarse que ahora más que nunca la experiencia fílmica se fundamenta en una compleja estructura de exaltación sensorial. Las salas coloquialmente denominadas 4D, en las que el espectador es mojado, aireado y agitado al ritmo de las imágenes que se ven en pantalla, son sólo un ejemplo –hasta cierto punto burdo– del refinamiento que la experiencia cinematográfica ha tenido en los últimos años, potenciando las características envolventes de elementos clave, como el sonido, las proporciones del encuadre, la banda sonora, o la vistosa nitidez que año tras año se refina en nuevos formatos de altísima definición.
Peter Strickland es una de esas anomalías. Su gran habilidad formal y su deseo por experimentar con el enaltecimiento de los sentidos se hicieron más que evidentes en Berberian Sound Studio, una brillante exploración sobre el poder del sonido en el cine que pasó prácticamente inadvertida por los circuitos de exhibición comercial, pero cuya inteligencia narrativa y formal le abrió las puertas financieras para la creación de su tercer largometraje: The Duke of Burgundy.
Dos mujeres viven en una casa campestre. La primera, una bióloga experta en lepidopterología, emplea a la segunda como mucama, proporcionándole vestido y sustento a cambio de las tareas domésticas del hogar. La bióloga es de una seriedad y una disciplina impenetrables, de forma que cada vez que su mucama comete un error los castigos son severos y violentos, sucediéndose día tras día entre los límites del dolor, la humillación y el placer. Sin embargo, algo de extraño y repetitivo hay en esa rutina de ama y esclava que terminará por desdoblar los pliegues de una tierna y aterradora relación simbiótica.
Strickland –que como ya es costumbre en su filmografía también escribe el guion de la película– construye un estudio verdaderamente extraordinario sobre los límites de la codependencia emocional asociada al amor, estudio que se convierte en obra magna gracias a las brillantes actuaciones protagónicas de Chiara D’Anna y Sidse Babett Knudsen, pero principalmente gracias a esa atmósfera pausada y profundamente sensorial en la que Strickland sumerge a sus personajes.
Todo en The Duke of Burgundy pareciera emanar una prohibida sensualidad: cada mueble, cada pieza de ropa y cada gesto son filmados desde la más estimulante concupiscencia, y es mediante esa atmósfera que el director inglés le permite al público enfocarse y estudiar –con la misma obsesiva meticulosidad con la que las lepidopterólogas del filme analizan los miembro y órganos de sus interminables clases de insectos– cada uno de los demenciales mecanismos que definen y ponen en marcha la relación de las dos protagonistas.
Strickland consigue crear de nuevo una película que transita en todo momento por los caminos de la originalidad y el virtuosismo estético; una hermosa y terrible oda al amor y a la feminidad, en la que el rol masculino –siempre hegemónico en el cine– se ve reducido a la imperceptibilidad más absoluta al no haber un sólo hombre en el filme.
The Duke of Burgundy es una película que aprovecha el cine como arte multidisciplinario a un nivel al que muy pocas cintas intentan siquiera aspirar. Olvidada por la taquilla, esperemos al menos que el tiempo la revalore como la extraordinaria obra de arte que es.