Ken Russel, uno de los directores más brillantes, atrevidos y experimentales que dio Inglaterra en la segunda mitad del siglo XX, fue contratado por la British Broadcasting Corporation (BBC) para participar en Monitor, una serie de televisión cuyo objetivo era elaborar documentales sobre el mundo del arte en general. Emocionado por la idea, Russel, que en ese entonces no era todavía una celebridad, participó de forma entusiasta en la creación de 17 episodios de primerísimo nivel para la serie. Sin embargo, dentro de ese cúmulo de episodios que narraban la vida de músicos, artistas plásticos, etc. el director británico se dio el lujo de concebir algunos episodios como auténticos largometrajes, convirtiéndose Monitor en el primer programa artístico de la historia en financiar largometrajes sobre la vida de artistas en vez de los usuales segmentos breves.
Debussy, un hombre cuya personalidad difícilmente podría intuirse a partir de la grandilocuencia y delicadeza de sus obras, era un personaje sombrío, profuso en adicciones, profundamente obsesivo y poco trabajador (más bien flojo), que era capaz de invertir diez años de su vida en concluir una única obra con tal de que transmitiera justo lo que él quería, como él quería. Adicto a las mujeres problemáticas con tendencias suicidas, la vida sentimental de Debussy estuvo plagada de dramas que, a pesar de que lo encumbraron en la alta burguesía francesa tras una vida de carencias, terminaron condenándolo a un irremediable y trágico final.
La visión de Russell sobre Debussy, además de ser profundamente erudita dada la más que evidente melomanía del director británico, se narra con un dinamismo avasallador en el que los actores, conscientes de que interpretan a personajes del siglo XIX en un documental, comienzan a adoptar en su vida diaria el comportamiento de aquellos a los que interpretan, ilustrándose por momentos la vida del brillante compositor francés entre fiestas de los años sesenta donde suenan los Kinks a todo volumen, o dentro de estudios cerrados donde se filman pasajes con la más rigurosa puesta en escena.
Un brillante Oliver Reed es el encargado de dar vida a Debussy en una actuación que, independientemente del notable parecido de éste con el compositor francés, resulta tan elocuente como perturbadora al generarse una mímesis memorable entre la psique del actor y la del compositor.
A veces pausados y reflexivos y otras frenéticos hasta decir basta, los encuadres cámara en mano de John McGlashan y Ken Westbury, que comparten créditos en la dirección de fotografía del filme, conducen al espectador por un mundo atemporal donde los acercamientos, las caras, y el cuerpo humano en general, se anteponen casi siempre a la escenografía, transmitiendo una potencia que, aunada al talento de un elenco secundario extraordinario, genera secuencias dignas de estudiarse a fondo. Secuencias dentro de las que destaca la estupenda escena de la fiesta, donde la sensualidad de una multitud de cuerpos, la vertiginosidad de la cámara, y el alucinante viaje de Debussy a un cacofónico futuro, se encuentran en un glorioso equilibrio que queda para el recuerdo.
Obra iniciática de Ken Russell en la que se adivina todo lo que en años futuros le regalaría al mundo a través de su filmografía, The Debussy Film es, a pesar de haber sido concebido como un mero programa educativo, una obra mayor indispensable, no sólo para los aguerridos fanáticos de Ken Russell, sino para cualquier amante del cine que se precie de serlo.