The Crowd (1928)

La esperanza es uno de los grandes motores del ser humano y la última línea de defensa en esa eterna batalla que día tras día libramos contra la realidad. Por más renegrido que se vea el presente, los humanos estamos seguros de que hay un futuro posible, una salida viable, y que todo será, en unos días, en unos meses, o en unos años, mejor de lo que es ahora. Es a partir de esa eterna fantasía de lo futuro que se construye el sistema socioeconómico contemporáneo: un sistema que vive de nuestros sueños y aspiraciones, ya que de no haber futuro, o de no haber el más mínimo atisbo de esperanza, ¿para qué ahorrar? ¿para qué gastar? ¿para qué respetar las normas? ¿para qué aspirar a cualquier cosa que no sea la inevitable destrucción de nuestras vidas?

Es precisamente esa insaciable hambre de futuro el núcleo en torno al que se desenvuelve la narrativa de The Crowd, uno de los retratos más desgarradores jamás filmados sobre el sueño americano, y una de las obras más extraordinarias que nos dejaría el prolífico y técnicamente impecable King Vidor.
De trama completamente lineal, The Crowd sigue el crecimiento de un joven nacido el 4 de julio de 1900, que es educado bajo la eterna promesa de éxito estadounidense, con un padre que promete darle todas las facilidades para que triunfe en la vida, y con una sociedad que parece más que dispuesta a llevarlo al pináculo del éxito. Contador en una firma gigantesca que le paga lo suficiente para vivir con decencia, el protagonista del filme funciona inicialmente como un arquetipo sobre el que recaen todas las promesas felices de la working class norteamericana (trabajo estable, una esposa abnegada, hijos hermosos y un futuro prometedor “que no tardará en llegar”), sin embargo, conforme el relato se desenvuelve, la violenta dinámica vital del protagonista pondrá de manifiesto el por qué la trascendencia y el éxito están muy lejos de ser derechos del hombre moderno.
Vidor construye su relato con una crueldad inusitada para el cine comercial de la época, en parte gracias a que el éxito de su filme previo, The Big Parade, le garantizó libertad creativa para filmar esta historia completamente irredenta, que además de alejarse radicalmente de los cánones narrativos hollywoodenses, se presenta como un experimento visual de gran envergadura en el que –apenas dos años después de que Eisenstein maravillara a propios y extraños con su legendaria secuencia de la escalera de Odesa– Vidor exhibe junto a su fotógrafo, Henry Sharp, una asombrosa variedad de técnicas visuales, que van desde travelings en modelos a escala hasta inventivos trampantojos con cristales –tomen nota de las maravillosas secuencias del despacho de contadores donde labora el protagonista, que Orson Welles retomaría décadas después en su adaptación de El Proceso, de Franz Kafka–.

Son James Murray y Eleanor Boardman, en su papel de típico matrimonio norteamericano, los dos pilares histriónicos sobre los que se construye esta oda al vacío existencial moderno, que por si fuera poco es también un estupendo ensayo sobre las relaciones de pareja y el juego de poder sobre el que se erigen.

The Crowd consigue representar como pocas películas la imposibilidad del éxito en el mundo capitalista contemporáneo, y el determinante papel que el azar juega en el devenir de nuestros acontecimientos vitales. Para Vidor la vida es un monstruo violento capaz de devorarlo todo menos el amor, ese amor que cuando todo se ha perdido funciona como el último reducto de la esperanza; ese amor que dentro de su infinito patetismo es capaz de seguir adelante a pesar de encontrarse al borde del abismo, porque a final de cuentas somos humanos, y tal vez lo único que sabemos hacer mejor que nadie es eso: seguir adelante.

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