No hay peor error que confiar ciegamente en los consensos críticos. Cierto es que cuando la gran mayoría del gremio crítico abomina una película, lo más probable es que tenga fuertes deficiencias, y cuando se vuelca de forma unánime para alabar algo, las probabilidades auguran que cuando menos no será una película detestable. Sin embargo, confiar en estos consensos de forma ciega puede conducir a distorsiones tan célebres como la de The Shining –obra extraordinaria que fue recibida con desprecio por la crítica, e incluso le valió a Kubrick una nominación a los Razzies como el peor director del año– o, en un caso diametralmente opuesto, la de Titanic: la película más oscarizada de la historia junto con Ben-Hur, cuya recepción de alabanza desmedida nunca pareció entender que era tan sólo una buena película de domingo–.
Tenemos la carne es el caso más reciente de un engañoso consenso crítico. Desde su estreno en Sitges –donde rompió el récord de deserciones en una proyección del festival– el filme dirigido y escrito por Emiliano Rocha Minter cargó con el estigma del escándalo y, como bien sabemos, el escándalo es un arma de doble filo que por un lado asegura las entradas generadas por el morbo, y por otro genera expectativas en la mente del espectador que rara vez llegan a cumplirse.
“Provocación vacía”, “vomitiva” y “basura pretenciosa” fueron algunos de los calificativos que decenas de críticos mexicanos vertieron sobre el filme de Rocha Minter, generando el consenso de que aquellos ochenta minutos de metraje no sólo eran irrescatables, sino que en su conjunto componían una de las peores piezas paridas por el cine mexicano del siglo XXI. Situación que se agravó ante la desfachatez pública del director que llegaba en estado inconveniente a las presentaciones del filme, que era incapaz de responder con coherencia las preguntas que se le hacían, y que adoptaba actitudes infantiles como la de enseñar las nalgas en la presentación del filme dentro del festival de Morelia. Hechos que no debieron influir en la apreciación crítica del filme, pero que por obvias razones se tradujeron en repudio virulento del que enfáticamente difiero.
Pero vayamos por partes: Tenemos la carne tiene una ¿trama? esquemática y sencilla que relata la interacción de dos hermanos –Diego Gamaliel en clave de joven lelo y María Évoli en clave de femme fatale– con el regente de un submundo caótico, decadente y aberrante –estupendo Noé Hernández– que guiará a los hermanos en un viaje cuasi chamánico por los caminos de un universo cuya única regla es la irrestricción sexual.
Es con esta premisa que Rocha Minter construye un conjunto de estampas que lidian con los tabúes freudianos esenciales del mundo occidental: el incesto, el canibalismo, y la supresión de la autocensura. Representando cada uno de los conceptos que le interesan mediante una multiplicidad de técnicas estéticas que por momentos parecen experimentos propios de un estudiante de cine –véase el uso de la cámara infrarroja– pero que en más de una ocasión resultan verdaderamente potentes –véase la congelación de fotogramas en la secuencia del envenenamiento del personaje de Évoli–.
Es claro que Rocha Minter quiere provocar una reacción extrema en su público, sin embargo, como en el caso del cineasta franco-argentino Gaspar Noé, la provocación no debería opacar el valor de lo que yace detrás de ella. Es muy fácil ver a Tenemos la carne como el trabajo pueril de un joven que quiere escandalizar a su público, sin embargo, detrás de las felaciones en primer plano, del canibalismo, y de las múltiples penetraciones, percibo una intencionalidad adicional, que busca algo más que dar pie ese escándalo puro y duro que con el paso de los años se vuelve cada vez más difícil de generar (¿hay acaso alguien en el siglo XXI que se escandalice por ver un pene erecto?).
El submundo donde se desarrolla Tenemos la carne, cuya contextualización geográfica se concreta en los últimos minutos del filme, pero que en todo momento se percibe como el retazo desdibujado de un México post apocalíptico, representa un viaje, si no extraordinario, cuando menos interesante y propositivo a las entrañas del mexicano arquetípico: masturbador compulsivo, discípulo de la semiótica kitsch, y tan amante como profanador de los símbolos patrios y religiosos. Ese mexicano que camina por las calles de la ciudad con un cochinero contradictorio y aterrador en su interior. Ese mexicano que no es nadie pero también es todos.
Algo me queda claro: lejos está Tenemos la carne –con su atmósfera remixeada de Fando y Lis, Nekromantik y Zé do Caixão– de ser una película deleznable, y aquellos que la tachan de inconexa, indescifrable y absurda, deberían adentrarse un poco más en la cada vez menos explorada vena “pacheca” del cine mexicano, con autores tan encomiables y demenciales como Rafael Corkidi.
Sea como sea, Rocha Minter puede contarme ya como espectador de su siguiente película.