Después de quince años, el movimiento fílmico conocido como Dogme 95 está casi completamente enterrado. La utopía de un cine completamente veraz, regido por una serie de estrictas normas que pretendían proteger la pureza de las cintas, ha quedado casi completamente olvidada y si acaso se recuerda con cierta nostalgia.
Después de la absolutamente perfecta Festen, la carrera de Thomas Vinterberg tomó un giro creativo inesperado y decadente, sin embargo, dejando de lado tres películas bastante olvidables, el realizador danés regresa para demostrar que su fama de joven genio no era gratuita.
Primero que nada, debo decir que el desarrollo de Submarino es absolutamente fascinante. Pensado milimétricamente, el guión del filme suelta pequeños pedazos de información, que poco a poco dan forma al gran cosmos de desolación y miseria que envuelve la historia de los dos hermanos protagonistas, que después de años de separación volverán a encontrarse en la cara más paupérrima y decadente de Dinamarca.
Submarino es la película más impactante que he visto en lo que va del año. La intensa disección familiar y social que Vinterberg plantea en este relato es verdaderamente desoladora, negándose en todo momento a condenar las atrocidades que vemos en pantalla, para ubicarlas en un contexto objetivo que permite analizar la terrible soledad y deshumanización en la que se encuentra inmerso el hombre moderno.
Histriónicamente la película es sobresaliente y nos descubre el talento de dos extraordinarios actores hasta ahora desconocidos para mí, Peter Plaugborg y Jakob Cedergren, que merecerían cosechar algún premio por sus interpretaciones protagónicas cargadas de una emotividad desgarradora.