Hace justo un año, en un texto que publiqué en Letras Libres, abordaba el dilema de la originalidad con este párrafo que me permito reproducir: Quien diga que todo ha sido ya pensado, o que la originalidad no existe, estará repitiendo uno de los cánticos más antiguos de la humanidad: ya Platón decía hace 2,400 años que todo el conocimiento es recuerdo, del mismo modo que el libro del Eclesiastés, escrito hace casi tres mil años por el rey Salomón, rezaba “Lo que fue, eso será. Y lo que se hizo, eso se hará. No hay nada nuevo bajo el sol”. Incluso el poeta griego Baquílides, muerto poco antes del nacimiento de Platón, llegó a declarar “Un autor hurta lo mejor de otro y lo llama tradición”.
Es ese hurto intelectual, a veces disfrazado y a veces flagrante, uno de los mecanismos más recurrentes dentro de la historia del arte; dotado de la capacidad de generar productos tan maravillosos como abominables, y rebautizado en el ámbito cinematográfico como “homenaje” en su faceta más sutil, y “remake” en su presentación más descarada.
Bien dice el dicho que más vale tarde que nunca, y tras haberme alejado conscientemente de las expectativas y el desaforado frenesí que desató durante su estreno, finalmente decidí enfrentarme a uno de los fenómenos culturales pop más trascendentes del 2016: la laureada serie insignia de NETFLIX, Stranger Things. Un producto sci-fi que fundamenta ocho horas de metraje en torno a la palabra homenaje, y a su inseparable compañera de viaje: la nostalgia.
Incontables párrafos se han escrito en torno a esta serie que narra las aventuras de un grupo de amigos amenazados por una criatura sobrenatural, que es liberada a raíz de unos experimentos fallidos (la ciencia una vez más como villano incontestable) y cuya única esperanza de ser derrotada radica en los poderes telequinéticos de una pequeña niña, icónicamente interpretada por Millie Bobby Brown.
Lo que menos necesita el mundo es otro texto de Stranger Things que desmenuce las referencias culturales de esta serie ubicada en un suburbio estadounidense en plena década de los ochenta, así que mi única aportación a la crítica de este efectivo y profundamente entretenido “homenaje” cinematográfico (sí, las series también son cine) radicará en mi interpretación del éxito conceptual de esta serie.
¡La sobreexplotación de la nostalgia ochentera! dirán algunos; ¡El plagio/homenaje a varios productos probados de la ciencia ficción! dirán otros. Sin embargo, el abrumador éxito de esta serie no radica en la nostalgia pura y dura, o en la (maravillosa) oleada de referencias a clásicos como Alien, Evil Dead, Carrie, etc. sino en la brillante idea de utilizar una época como vehículo para trasladar al público a un estado mental que le permita validar una trama tan absurda e injustificada como esta.
Hagamos un ejercicio. Imaginemos por un segundo que Stranger Things se hubiera desarrollado en el siglo XXI: un siglo regido por el desencanto sociopolítico, cuyas únicas intersecciones con el género fantástico suelen ser a través de franquicias que actualizan arcaísmos superheroicos que aceptamos ciegamente porque fueron validados en otras épocas. Imaginemos la historia de esa niña telequinética que combate a un monstruo de otra dimensión, y que es capaz de oponerse a una poderosa organización gubernamental únicamente con la ayuda de sus amiguitos, en un siglo XXI regido por el cinismo, por la renegrida omnipotencia del poder, y por la desesperanza social. La historia pasaría de encantadora a imposible, y de entrañable a exagerada. Y es precisamente por eso que Stranger Things funciona: porque los Duffer Brothers, en una jugada maestra, le venden a un público desencantado de su presente y patológicamente escéptico, la posibilidad de trasladarse a una época en la que era válido creer en monstruos de dimensiones alternas, en telequinesis y, sobre todo, en la posibilidad de que un grupo de infantes pudieran levantarse contra el mundo y ganar.
En el fondo sabemos que la analogía del acróbata y la pulga es una estupidez, que los malos del departamento de energía no son más que una caricatura, y que las explicaciones de los orígenes y propósitos del Demogorgon con todo y su mundo paralelo son inexistentes. Pero estamos en una época mejor, donde la gente que hace ese tipo de comentarios es pedante, y donde se vale creer con todo el corazón en el esbozo de algo fantástico.
Luego apagamos la tele y el siglo XXI nos recibe de nuevo en sus brazos, con algo que por momentos se antoja mucho peor que el “upside down”, y volvemos a ser los asquerosos cínicos de siempre.