Spotlight (2015)

El hecho de que Spotlight se haya llevado el Oscar a mejor película únicamente con un premio adicional a mejor guion original, tiene muchas lecturas. Por un lado evidencia el gusto de la academia por lo escandaloso, siempre y cuando se presente de forma blanda y digerible para el espectador; y por otro lado evidencia las carencias técnicas de un filme que bien podría describirse como un buen capítulo de Law and Order, filmado al más puro estilo de un producto televisivo interesado únicamente en transmitir de la forma más eficiente posible una historia, y sacrificando en el camino cualquier atisbo de intencionalidad estética o desarrollo actoral –rubro en el que lo más rescatable es el trabajo de Mark Ruffalo: caricatura entretenida del arquetípico reportero neurótico, quien a su vez es patiño de un Michael Keaton despojado de cualquier rasgo entrañable, y colega de una desabrida reportera interpretada por Rachel McAdams–.

Dicho lo anterior, resulta evidente que el único mérito de la injustamente –qué ridículo pedir justicia en unos premios otorgados por la industria del blockbuster– nombrada como mejor película del 2015, es narrar de forma medianamente entretenida una historia verdaderamente interesante. Mérito que visto a la luz de la razón más elemental resulta hasta cierto punto discutible, ya que el material narrativo tan interesante y polémico fue elaborado por el mejor escritor de ficción de la historia: la realidad.

No pretendo demeritar el trabajo de adaptación guionística del director Tom McCarthy y el escritor John Singer, quienes sin duda alguna consiguen sintetizar con agilidad los acontecimientos periodísticos que en el año 2002 le permitieron al prestigioso diario Boston Globe destapar una descomunal red encubierta de pederastia eclesiástica. Lo que sí puedo decir es que con ese argumento, que parecería increíble si no fuera real, era difícil errar, y muy posible crear una experiencia fílmica infinitamente superior, que se preocupara un poco más por el desdoblamiento y el estudio de los personajes protagónicos, en vez de narrar casi de forma monográfica la sucesión de los acontecimientos históricos.

Monocromáticos hasta decir basta, los personajes de Spotlight pasan del punto A, al B, con una linealidad espeluznante, haciéndonos añorar esa mezcla de dinamismo y profundidad psicológica que se ha logrado con anterioridad en filmes de temática “similar”, como la ignorada por la academia pero infinitamente superior El club (2015), de Pablo Larraín, o la monumental M (1931), de Fritz Lang.

Demasiado blanda para el tema que aborda y casi penosa en su falta de aspiraciones estéticas, Spotlight enarbola la máxima que ha regido en gran medida el éxito de la industria hollywoodense durante décadas: mediocre pero entretenida. Por otro lado, la historia que narra es indispensable y merece, aunque sea en este envoltorio poco vistoso, verse, conocerse y discutirse a profundidad.

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