Cincuenta años han pasado desde que el mundo conoció por primera vez el aspecto físico de James Bond: ese hombre mítico capaz de infiltrarse hasta lo más profundo en las fauces enemigas para salir unos segundos, y varios muertos después, con un pequeño pedazo de papel escrito con los más grandes secretos del universo. Fue ese espía escocés encantador y calculador, parido por la pluma de Ian Fleming, quien estableció de forma involuntaria un conjunto de parámetros inviolables que hasta el día de hoy siguen definiendo al espía clásico. Personaje que sería inmortalizado por un joven actor, inexperto pero desaforadamente carismático, de nombre Sean Connery.
Por un lado tenemos a Daniel Craig, el cual regresa una vez más, a pesar de su distanciamiento en apariencia con el clásico gentleman inglés, para interpretar a ese Bond extremadamente físico cuyo aspecto cuasi animal tiene más en común con el de un asesino a sueldo que con el del espía clásico. En la otra esquina aparece Javier Bardem, un agente retirado, homosexual y brillante, que superficialmente constituye la perfecta antítesis de Craig, pero emocionalmente se concibe como un espejo ligeramente distorsionado en el que Bond se enfrenta a sí mismo.
La trama de la cinta pinta al protagonista escocés como un espía fuera de forma y prácticamente acabado, que regresa, después de un terrible incidente que lo desaparece del mapa, a las órdenes de la gran Judi Dench, jefa del servicio secreto, el cual se ve atacado por un desconocido criminal que en su poder tiene la lista de nombres de todos los agentes de dicha agencia. Lista que comienza a ser revelada poco a poco por el misterioso villano, descubriéndose las identidades de varios espías que, al ser descubiertos, son asesinados en sus respectivos campos de batalla.
Sam Mendes construye un filme que, contrario a lo que cualquiera podría esperar, escapa a toda costa de las escenas gratuitas de acción, elaborando, alrededor de las casi dos horas y media de metraje, una historia que funciona como un crescendo constante sin válvulas de escape intermedias, el cual conduce al espectador por los maravillosos rascacielos de Shanghái y a través de remotas islas asiáticas, para finalmente concluir de forma inmejorable en un escenario cargado de significado para los fanáticos de la saga, el cual termina por ser el perfecto homenaje que en un principio se buscaba rendir a través de la película.
Emocional y técnicamente magistral resulta el trabajo de Mendes, quien junto al veterano director de fotografía Roger Deakins consigue construir una serie de secuencias maravillosas, principalmente en el último cuarto de la cinta, donde la atmósfera que se crea alrededor de la locación escogida, aunada a la presencia histriónica de Bardem y Craig, se convierte en una experiencia completamente abrumadora.
Conforme el filme avanza, se vuelve evidente que por encima de todo se encuentra ese maravilloso villano, dosificado con gotero a lo largo de la cinta para crear una enorme expectativa por el desenlace, e interpretado por un impecable Javier Bardem, quien aprovecha cada uno de los minutos que el filme le otorga para opacar completamente al personaje de Craig, en una exhibición de actuación que es sin duda la verdadera joya de la película y que, a pesar de no ser un papel crucial en su carrera, nos recuerda el impresionante rango histriónico del español.
Por desgracia, el núcleo del guión, que supuestamente exhibe la inteligencia del villano en turno, termina sustentándose en giros de tuerca que en más de una ocasión se muestran poco lógicos, pero que, sobre todo en la parte final, son los que justifican esa gozosa conclusión de media hora que bien vale la película completa. De forma que, con perdón de la pequeña parte lógica de mi cerebro, estoy dispuesto a pasar eso por alto para decir que Skyfall es sin duda alguna la mejor cinta del Bond de Craig y una de las más importantes de toda la saga.