Creo que casi todos podemos concluir que el año 2016, en términos sociales y geopolíticos, no fue precisamente el mejor de los años. El viraje que Europa y buena parte del mundo había comenzado años atrás hacia la derecha política tras los tibios resultados de los gobiernos de izquierda, cerró con broche de oro –o tal vez de otro material– tras el inesperado triunfo de Trump en Estados Unidos. La crisis humanitaria de Siria, proyectada en millones de televisiones cual serie de NETFLIX, evidenció nuestra incapacidad de acción. Muchos se refugiaron en los clics de Facebook, o en el impulso de peticiones humanitarias en Change.org que lo único que cambiaron fue el número de clics en Change.org. Todas ellas manifestaciones virtuales que se convirtieron en triste reflejo de nuestro sentimiento de inutilidad ante la barbarie. La evidencia de nuestra absoluta falta de poder como ciudadanos terminó por adormecernos. ¿Cientos? ¿Miles? ¿Millones de refugiados? ¿Qué más da?. La pandemia occidental de la apatía. Luego las bombas (occidentales y orientales); el terrorismo (occidental y oriental); las coberturas periodísticas sesgadas; la incapacidad de asir la verdad; y muy en el fondo el atisbo de que tal vez no existe una solución para el mundo y nunca la habrá. Luego Bowie, Cohen, Rickman, Wilder, Michael, Fisher, Reynolds, etc. ¿Le sigo?
No es entonces coincidencia que el 2016 haya sido un año particularmente bueno para los musicales: ese tipo de cine que extrae a los personajes de su realidad ficticia y los deposita en una realidad musical aún más falseada: un mundo gobernado por la nostalgia de la felicidad; un mundo que funciona como una simplificación burda pero hermosa del complejo engranaje de pasiones que nos alimenta, y que el cine lleva más de un siglo intentando, en un eterno y poético fracaso, replicar. Como ya dije, no es coincidencia que el 2016 haya sido un buen año para los musicales: a falta de buenas noticias, necesitamos urgentemente escapar.
Tal vez el segundo musical más celebrado del año después de La La Land –gran favorito para arrasar todos los premios habidos y por haber– sea Sing Street, el octavo largometraje del irlandés especializado en musicales John Carney, sobre un chico dublinés que empieza una banda de rock con el único propósito de impresionar a la chica cool del barrio.
La cinta, que se enfoca en una premisa poco arriesgada, carente de originalidad y predecible, tiene el gran acierto de ejecutar de forma impecable los códigos y muletillas de los feel-good musicals, construyendo en su proceso narrativo a dos personajes arquetípicos profundamente conservadores –el chico sensible/tímido/creativo que descubre su capacidad de rebelarse, y la chica rebelde/cool/aguerrida que descubre su capacidad de conformarse– perfilados en torno a un compendio de clichés que Carney ejecuta en pantalla con gran habilidad.
El resultado es un filme divertido, cuyo tratamiento visual y banda sonora remiten de inmediato al núcleo musical y visual de los años ochenta, construyéndose dicha atmósfera en torno al gradual descubrimiento sonoro del protagonista adolescente que, completamente ajeno al mundo de la música popular, recibe un veloz curso introductorio de su hermano melómano. Curso que lo hace mutar creativa y físicamente en un entrañable viaje iniciático que parte de Duran Duran y termina en The Cure.
Me intriga saber si este filme habría sido recibido con tal efusividad en un año menos dramático que este. Nunca lo sabré. Lo que sí me queda claro es que nos urge reír un poco, y Sing Street no es una mala opción para ello.