Shoplifters (2018)

Definir implica en buena medida suponer, y dentro de cada definición lingüística o teórica se encuentran almacenados milenios de sabiduría humana. Veamos un ejemplo: la palabra “árbol” excluye de forma tajante a todos los sujetos ajenos al concepto árbol, del mismo modo que la palabra “antimateria” a los sujetos ajenos al concepto antimateria, sin embargo, el término antimateria alberga en su interior poco menos de un siglo de conocimiento humano, mientras que la palabra árbol se extiende más allá de los límites de la creación del idioma español, y actúa como un contenedor de miles de años de experiencia humana empírica. Podría suponerse entonces que “antimateria”, al ser una palabra joven, resulta más susceptible a eventuales cambios en su definición, mientras que la palabra árbol, dada su antigüedad, se antoja completamente validada por el tiempo. El problema es que esta aseveración no sólo es tramposa sino falaz, ya que los errores y las inexactitudes del ser humano pueden perpetuarse por milenios sin percibirse erróneas, hasta que un cambio de paradigma renueva conceptos que se antojaban inamovibles o casi sagrados.

En Shoplifters Hirokazu Koreeda confronta la definición de la palabra “familia” –en cuya esencia radica el contrato social más antigüo de la humanidad– con un conjunto de situaciones límite que, fomentadas por la precariedad de la clase media en las grandes urbes, modifican la estructura nuclear de una familia que se asume como tal, pero que en su composición anárquica contraviene, incluso de forma violenta, las leyes definitorias de ese antiquísimo contrato humano.

Estructurada en torno a la adopción ilegal de una niña que se refugia en casa de una peculiar familia tras escapar de su hogar, Shoplifters es un dispositivo fílmico que opera en dos partes: la primera enfocada en generar empatía hacia los protagonistas del filme –una familia de marginales de buen corazón que sobreviven gracias al hurto de comestibles y bienes materiales–, y la segunda enfocada a la confrontación del modus vivendi de esos “adorables” personajes con la ilegalidad que se muestra intrínseca a sus usos y costumbres.

Película de espacios interiores, Shoplifters es muestra de la habilidad del cinefotógrafo Ryûto Kondô, que reinventa el reducido espacio arquitectónico de una casa atiborrada de cuerpos, dotando de identidad propia a los minúsculos espacios de los que cada personaje se apropia, y posicionando la cámara con la habilidad necesaria para descubrir en cada escena un aspecto diferente del reducido hábitat de los protagonistas.

Los niños necesitan a sus madres, le espeta una detective a la protagonista del filme tras mostrarle que lo que ella ve como el acto bondadoso de resguardar a una niña de su violento entorno familiar es en realidad un secuestro ¿y dar a luz te convierte automáticamente en una madre?, pregunta la mujer con la desesperanza de quien se sabe atrapado en una maraña legal irresoluble. La pregunta queda irresoluta. No es el papel de la detective responderla, sino del público al que Koreeda guía por un laberinto moral con varias salidas, todas ellas poco evidentes, todas ellas desoladoras. Porque familia es infancia e infancia es destino, y todos somos productos de ese contrato social que en apariencia se mantiene perfectamente definido y acotado, pero cuyas anomalías y claroscuros Koreeda nos revela con la brillantez de un director que disfruta desmenuzar lo evidente, para luego construir preguntas inesperadas que crean encrucijadas morales y ponen a prueba esas definiciones que creemos tener tan claras. Esas definiciones de solidez milenaria que colapsan frente a las interrogantes correctas.

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