Aquel que desarrolla una idea genial e inédita tiene la grandísima ventaja de ser el punto de partida de un camino de innovación. Cuando los hermanos Lumière proyectaron sobre un lienzo blanco aquella secuencia del arribo de un tren a la estación de La Ciotat, en Francia, no había punto de comparación en cuanto a calidad fílmica se refiere: lo valioso ahí no era el encuadre, o el estilo, o la atmósfera, sino la fantástica anomalía de la imagen en movimiento. Los iniciadores de una disciplina –a primera vista– tienen un camino mucho más fácil que aquellos que se adhieren a ella tiempo después, ya que estos últimos deben batallar contra todos los creadores que existieron antes que ellos.
Es de ese razonamiento erróneo que se desprende la idea de que las primeras décadas del cine son recordadas, más que por sus aciertos técnicos o narrativos, por tener la suerte de ser las primeras en experimentar con los secretos de la técnica cinematográfica. Nada más lejos de la verdad.
Para refutar lo anterior no hace falta más que sentarse durante 45 minutos frente a Sherlock Jr., el tercer ¿largometraje? que dirigió y protagonizó el comediante norteamericano Buster Keaton, en el que da vida al encargado de mantenimiento de un cine que en sus ratos libres estudia el fino arte de convertirse en detective privado.
Olvidemos por completo la idea de que hay que contextualizar el filme y tener en cuenta que fue filmado en la década de los veinte. Veámoslo con los ojos de un espectador del siglo XXI y maravillémonos con una trama cuya vertiginosidad deja en ridículo a cualquier Michael Bay de pacotilla. Contengamos la respiración ante esas alucinantes secuencias de acción sin corte alguno, que resultarían impensables en esta modernidad plagada de pantallas verdes y efectos especiales que en gran medida envuelven al cine en un triste halo de falsedad. Juzguemos desde la modernidad a Keaton, ese portento de histrión cuya expresividad facial y arrojo acrobático hicieron palidecer en más de una ocasión a Chaplin, y al que resulta imposible encontrarle un parangón contemporáneo.
Circo de realidades alternas, Sherlock Jr. es un filme que en primer lugar relata –valiéndose de un envidiable poder de síntesis– el enredo en que el personaje de Keaton se mete tras ser acusado injustamente de un robo, para posteriormente introducir al espectador en un extraordinario metarrelato que ocurre dentro de un sueño del personaje de Keaton. Sueño donde el protagonista, encerrado en la sala de proyecciones del cine para el que trabaja, se introduce con desparpajo en la película que proyecta para resolver el misterio de un robo al más puro estilo de Sherlock Holmes; solapándose sueño y realidad una y otra vez en un hilarante portento narrativo.
Prueba irrefutable de la calidad incontestable de las habilidades directoriales e histriónicas de Buster Keaton –vean por favor una y otra vez la secuencia de Keaton sobre la motocicleta– Sherlock Jr. es también un gran incentivo para enterrar la condescendencia con la que muchas veces se analizan los filmes de antaño. “Antes de que la veas, ten en cuenta que fue filmada hace noventa años”. ¡Patrañas! Ojalá tuviéramos más filmes de esta calidad –y el valor para hacerlos– en el siglo XXI.