A lo largo de su carrera John Waters siempre ha estado íntimamente ligado con una obsesión exploratoria del asesinato como acto físico y psicológico. Como prueba de lo anterior sólo hace falta ver sus primeros esfuerzos cinematográficos, revolucionarios y excesivos, en los que una y otra vez trataba de diseccionar, con un humor más negro que la noche, los códigos psíquicos que inducen al hombre moderno al crimen, no por precariedad o desesperación, sino por mero placer.
El interés de Waters por escribir y filmar acerca de un sinfín de actos criminales tuvo su cúspide creativa con la brutal trilogía trash, cuya primera entrega, titulada Pink Flamingos, se convertiría en un absoluto éxito de las funciones de media noche neoyorquinas y lo lanzaría definitivamente a la fama como uno de los directores de culto más atrevidos de la historia.
Después de la muerte de su amado(a) Divine, musa indiscutible de la primera parte de su carrera, Waters tranquilizó sus ánimos revolucionarios y abandonó el desaforado tono que lo había caracterizado durante los años setenta, para dirigir comedias que conservaban la firma del excéntrico director pero que, al evitar el uso de escenas escatológicas o hiperviolentas, podían interactuar de forma exitosa con un público mucho más amplio.
Serial Mom es el ejemplo idóneo del cine que Waters comenzó a hacer para llegar a una mayor audiencia, mediante el cual pudo explorar un humor que, aunque conservaba los códigos perversos y destructivos de su autor, permitía elaborar una comedia mucho más refinada, de forma que el espectador podía apreciar los inteligentes diálogos de Waters en vez de quedar apabullado por las oleadas de shock que el extravagante director solía exhibir en sus previos filmes.
Colocando todo el peso de la cinta sobre una estupenda Kathleen Turner, Waters elabora un relato que se centra en una ama de casa norteamericana, pilar de su comunidad y orgullosa portadora de una vida modélica que jamás sería objeto de sospecha entre los miembros de su comunidad, que en la privacidad de su hogar se dedica a torturar telefónicamente a una de sus vecinas y a desarrollar un gusto por asesinar a todo aquel que se interponga en su camino.
La historia, que en apariencia es absolutamente sencilla y burda, se convierte en una divertida crítica de Waters hacia la imagen típica de los habitantes de los suburbios norteamericanos, a través de la que desarrolla todos y cada uno de los clichés asociados a dicho sector social, para luego destruirlos con el neurótico y psicótico personaje principal femenino, quien a través de hilarantes diálogos en los que siempre se hace presente una incisiva locura velada, hace las delicias tanto de aquellos iniciados en el demencial mundo de Waters como de los novatos que llegan a él por primera vez.
Desarrollada como una brillante comedia ligera, Serial Mom es un filme que, a pesar de que evoca añoranza respecto a la época en la que John Waters y sus Dreamlanders creaban el trash más maravilloso, permite vislumbrar una evolución muy interesante en la obra de su creador y le muestra al espectador la posibilidad poco explorada de hacer una obra perturbadora apta para casi toda la familia.