Selva Trágica (2020)

¿Cuál es el gran problema del cine mexicano? 

Prácticamente desde que el mal llamado “nuevo cine mexicano” inauguró con la llegada del siglo XXI una nueva etapa que prometía bonanza en la creación cinematográfica nacional, todos nos hemos hecho esa pregunta. Las autoridades culturales presumen que el cine mexicano va bien porque suelen producirse más de un centenar de películas al año. ¡Rápido! ¡Díganme veinte cintas mexicanas que se hayan estrenado entre el 2019 y el 2020! Los críticos más avezados seguramente ya estarán recitando los títulos, pero queda claro que para el público en general ese centenar de películas que tanto se presume a nivel nacional, simplemente no existe.

El gran problema del cine mexicano no es uno, y dentro de esa multiplicidad de errores y horrores que tienen que ver entre otras cosas con los complejos procesos de distribución, con el financiamiento, con la falta de creación de públicos y con la precariedad del sector cultural mexicano, uno de los problemas que se perciben con mayor frecuencia es la carencia de temáticas que abandonen los lugares comunes de los tres pilares que han fundado, para bien y para mal, el núcleo narrativo de la “industria” fílmica mexicana: los narcos, la exotización de la pobreza, y la comedia romántica.

Todo esto merece mención porque es precisamente esa capacidad para adentrarse con inteligencia en un universo temático atípico uno de los elementos fundamentales por los que ‘Selva trágica’, el más reciente largometraje de la directora mexicana Yulene Olaizola, sobresale como una rara gema dentro del panorama fílmico mexicano. 

El filme viaja cien años atrás, a la década de los veinte en la frontera selvática entre México y Belice, donde por azares del destino y de la violencia una mujer inglesa de ascendencia africana se refugia en un campamento mexicano de trabajadores del chicle. Impactados por la belleza de esa misteriosa mujer con la que no pueden comunicarse, los chicleros de origen indígena, que pasan sus días sangrando árboles a machetazos para recolectar la resina mascable, comienzan a debatirse entre la ambivalente veneración de la mujer como un ícono casi religioso y la violencia de sus deseos sexuales. 

Yulene Olaizola construye con paciencia todos los elementos de este ambicioso western metafísico en el que realidad y mito se confunden en las mentes de un grupo de hombres que, presas de su ambición, deciden escapar de su patrón y robar el chicle recolectado, mientras la silenciosa protagonista del filme, que huye de un hacendado inglés que ha decidido asesinarla por despecho, comienza a apropiarse de la violencia que la rodea para encarnar los elementos de la sobrenatural Xtabay: una bruja demoniaca que representa la perdición de los hombres.

Ese complejo sincretismo que funge como el motor ideológico de los protagonistas del filme se enmarca con belleza inusitada a través de la cámara de la cinefotógrafa Sofia Oggioni, quien desde el primer segundo de metraje plantea una construcción atmosférica fundamentada en el poder de la luz natural, cuyo objetivo principal es colocar a la selva como el gran protagonista silencioso de la película. 

Resulta inevitable comparar la representación selvática de Yulene Olaizola con la de Herzog en ‘Fitzcarraldo’ o ‘Aguirre’: esa selva donde yacen a plena vista los misterios más violentos de la existencia, encadenados en un ciclo frenético de vida, sexo y muerte. Sin embargo la selva de Olaizola tiene también mucho de la construcción del mito que Joseph Conrad hace en su ‘Heart of Darkness’, precisamente asociado también a la industria esclavizante y hasta cierto punto similar del caucho en el Congo belga.

Gran directora de actores, Olaizola consigue extraer secuencias memorables de un elenco compuesto mayoritariamente por trabajadores del caucho locales, cuya representación en pantalla lejos de exotizarlos les otorga un potente halo de veracidad. Destacables también resultan las actuaciones de Shantai Obispo como la diosa devorada por la naturaleza, el siempre estupendo Lázaro Gabino, y Gilberto Barraza como el jefe de los chicleros, pero sobre todo la potentísima actuación/presencia de Indira Rubie Andrewin, cuya gradual transformación en pantalla resulta tan hipnótica para el espectador como para los chicleros que la rodean. 

‘Selva trágica’ prueba de manera irrefutable que se puede hacer cine “de época” supliendo las limitaciones presupuestales con inteligencia, pero sobre todo prueba que el velo de miopía temática que atenta contra el cine mexicano contemporáneo puede rasgarse para revelar que la tradición de nuestro país tiene un océano de historias que aún no han sido contadas. Nada tontos, los mercenarios de NETFLIX ficharon ‘Selva trágica’ para su catálogo. Corran a verla.

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