No fue hasta que Apichatpong Weerasethakul conquistó la Palme d’Or en Cannes, con esa maravillosa zambullida en el imaginario colectivo tailandés titulada Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives, que la nueva ola de autores de ese país del sureste asiático captó de lleno los reflectores mediáticos, cuyo brillo habían buscado a lo largo de una década de estupendas películas, que por desgracia no conseguían alcanzar el mercado occidental.
Historia de amor detonada por la muerte, Last Life in the Universe analiza el brutal choque entre dos culturas a través de sus personajes principales. El primero, un bibliotecario japonés radicado en Tailandia, pasa los días rodeado de silenciosos estantes con libros, mientras fantasea constantemente con el suicidio y soporta a su inculto hermano, el cual tiene tratos con un violento clan Yakuza. El segundo personaje de la historia es el negativo del primero, una descuidada chica tailandesa de clase baja, que sueña con huir a Japón para encontrar un trabajo decente y cuya hermana trabaja en un extraño club para hombres, en el que las chicas se visten como colegialas con orejas de conejo.
Con esos ingredientes iniciales, Ratanaruang desata una tragedia que reúne al introvertido japonés con la extrovertida y poco refinada tailandesa, refugiando su narrativa en la cabaña que ésta tiene en medio de un paupérrimo poblado a la orilla del mar y explotando, mediante la belleza de la cotidianeidad, un romance cuya inocencia sólo puede concebirse entre dos completos extraños.
Metáfora de sus respectivas naciones, cada uno de los personajes construye, en su deseo por comunicarse, una serie de puentes culturales que se suceden a través de la mágica cadencia narrativa de Ratanaruang, fuertemente influenciada por ese mundo de los espíritus que siempre está presente en la producción fílmica tailandesa, el cual hace su aparición crucial y sutil en secuencias de extraordinaria factura filmadas por Christopher Doyle, fotógrafo habitual de directores de la talla de Wong Kar-Wai o Zhang Yimou.
La cinta, cuyo clímax se construye a través de la trivialidad, es una joya que consigue enganchar al espectador a pesar de su autodeterminación como relato anticlimático, gracias a la maestría de un director que hipnotiza a su público y lo lleva a través de un viaje sin propósito, en el que todo nace y muere a partir de la más absoluta belleza y del más inexplicable amor.