Roma (2018)

Naufragio de percepciones e instantes que chocan entre sí, la memoria es una de las cualidades menos confiables del ser humano, y a pesar de eso (para bien y para mal) es también nuestro único vínculo con el inasible concepto de la realidad. Recurrir a ella en busca de rigor histórico es ingenuo, y es en ella donde la cotidianidad se tiñe con los matices de nuestro narcisismo, de nuestros prejuicios, de nuestras fobias y de nuestra subjetividad.

Por fortuna, es también en la memoria donde esa cotidianidad, en apariencia inconsecuente, se sublima mediante la deconstrucción que nuestros sentidos hacen de “lo real”, y mediante la reinterpretación inconsciente de esa realidad fragmentada a través de los códigos de lo bello y lo terrible. La memoria, en un intento por dotarnos de sentido, día a día convierte nuestra intrascendente rutina en la epopeya de la vida, y es precisamente a esa engañosa percepción vital a la que le debemos obras como el Ulises de Joyce, Bajo el volcán, de Lowry, Amarcord, de Fellini, y Roma, de Cuarón.
El director de Children of Men e Y tu mamá también, revuelve el baúl de sus recuerdos infantiles para presentar el retrato de una familia de clase ¿media? ¿alta? (perdón, pero si en los setenta tenías nana, cocinera, y una buena casa de dos niveles en la colonia Roma, por puro porcentaje eras de la “clase alta” mexicana), que entra en crisis tras el abandono del padre –un connotado médico que huye en pos de una mujer más joven– y el embarazo accidental de Cleo, la nana encargada del cuidado de los cuatro hijos del matrimonio.

Las dos crisis femeninas que actúan como eje central del relato le sirven a Cuarón para crear una potente pieza de cine que aborda, con sutileza y buen tino, un cúmulo de temas que giran en torno a la eterna lucha de clases que desde la conquista española ha forjado los cimientos del México contemporáneo, y al funesto sino histórico de la feminidad mexicana, que independientemente de su clase social debe luchar contra el repudio, el abandono y el olvido.

En Roma, Cuarón juega como nunca la carta de auteur, presentándose como único director, guionista, fotógrafo y editor de la cinta, y dejando en claro la intención de que esta pieza sea percibida como su opus magna al atribuirse por completo todos y cada uno de los aciertos y errores del metraje. Vamos, el hombre está orgulloso de su creación y, filias o fobias aparte, no es para menos.

Cátedra sobre cómo filmar en espacios cerrados, la cámara en Roma asume como misión primordial la inserción del público en microuniversos arquitectónicos perfectamente delimitados, cuya construcción espacial se exhibe con el virtuosismo necesario para que el espectador memorice la distribución de una casa, admire la magnificencia de una sala de cine con capacidad para más de mil personas –carajo… esa secuencia tiene que ser una de las mejores escenas en la historia del cine mexicano– o entienda el papel que la arquitectura de un hospital puede jugar en el estado emocional de un paciente.

Sin embargo, por encima de los aciertos técnicos, la historia de Roma se sostiene sobre las espaldas de dos grandes actuaciones femeninas: la de Marina de Tavira como la acomodada madre abandonada, y la de Yalitza Aparicio como la pobre madre abandonada, quien además de lidiar con el violento desprecio de su miliciano enamorado, expone en la potencia de sus silencios el complejo devenir social de las nanas mexicanas, que por momentos son amadas como madres y por momentos reducidas a la condición de tiernas mascotas, en un drama que las muestra como mujeres presas de una eterna no-pertenencia.

Para tener la autoridad de juzgar a Roma como la película mexicana más sobresaliente del siglo XXI tendría que ser el especialista en cine que no soy, sin embargo puedo decir que Cuarón ha filmado la cinta mexicana que más he disfrutado y admirado en años. Una delicada maquinaria narrativa que incluso en sus momentos más efectistas transmite la genuina fuerza de un creador en pleno dominio de sus facultades artísticas –véase el halconazo que deviene en parto– y que en sus momentos más bellos (genuinamente bellos) sublima no sólo la magnificencia que late en lo intrascendente, sino la historia de esos personajes que se cuentan a sí mismos no con diálogos inspirados, sino con la danza de sus cuerpos frente a la cámara –véase el incendio operístico y la epifanía en el mar.

Sonará cursi, pero una vez terminada la proyección del filme sentí, como pocas veces, la inexplicable emoción de estar frente a algo muy grande.

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