¿En qué grotesco universo la nueva cinta de Adam Shankman, quien se encargó hace algunos años de reinterpretar el clásico de John Waters, Hairspray, es la mejor opción en un complejo de cine? La respuesta es simple, en el universo de las grandes cadenas de cines en México, las cuales una y otra vez optan por distribuir los productos más accesibles, sin dar opción al público de acercarse a alguna de las decenas de películas que abandonan el tópico de los súper héroes, del romance, de la comedia con retraso mental, de la animación infantil o de la acción desaforada.
A pesar de la primera secuencia, que para mala fortuna del filme es sin duda la mejor, musical y coreográficamente hablando, el espectador pronto se encontrará dudando acerca de su buen juicio al momento de comprar la entrada que lo llevó, ya sea por ignorancia o por ceguera amorosa, a sentarse frente a esa historia que probablemente instaure un nuevo récord Guinness en el área de número de clichés por minuto.
Sin embargo, una vez definida la penosa trama romántica de los dos personajes principales de la cinta, es el estupendo cúmulo de actores secundarios el que salva el espectáculo. Nombres como Russell Brand, quien interpreta al ayudante del genial Alec Baldwin, propietario del bar donde trabajan los intrascendentes enamorados, Paul Giamatti como el paradigma del representante musical y Tom Cruise, quien dentro de su infinita locura personal consigue parodiarse a sí mismo y al mundo del show business, dando vida a un rockero decadente que se lleva los mejores momentos cómicos del filme, consiguen que un absoluto bodrio en potencia se convierta en una aceptable película de domingo.
Poco más se puede decir de este filme cuya trama puede resumirse y adivinarse perfectamente a partir del trailer. Un espectáculo que no consigue transmitir la emoción del musical en vivo, que afortunadamente se apoya por completo en el divertimento de los personajes secundarios, y cuyo soundtrack se encuentra plagado de éxitos de los años ochenta que tienen más en común con el pop meloso que con el metal. Éxitos que daban a la juventud de aquella época la falsa ilusión de rebeldía, emanada de esos poderosos acordes de guitarra que, al combinarse con letras que bien podrían salir de la boca de un ídolo adolescente como Justin Bieber, conformaban un producto de marketing perfecto.
A pesar de todo lo anterior, Rock of Ages continúa, por inverosímil que parezca, como una de las pocas opciones medianamente aceptables de la infame cartelera cinematográfica veraniega en México.