Pierrot le fou (1965)

No existe un sofisma más burdo que la afirmación de que “todo ha sido ya inventado” y que el mundo del arte contemporáneo sólo puede dar vueltas alrededor de conceptos y formas previamente desarrolladas, sumergido en una especie de arena movediza creada por la cultura griega y posteriormente aumentada por los renacentistas, que le impide opacar en cualquier momento a los míticos semidioses del Quattrocento.

Es ese deseo fútil e insulso por colocar etiquetas con la leyenda de “insuperable” a determinadas manifestaciones humanas, tanto clásicas como contemporáneas, el que nos indica que nunca habrá una banda de rock que supere a The Beatles, una obra literaria más perfecta que el Ulises de Joyce, o una película más valiosa que Citizen Kane. Afirmaciones a las que Godard ataca en Pierrot le fou con una ligereza y una lucidez que sólo pueden ser producto de esa locura que muchas veces se hermana con la genialidad.
En una de las escenas clave de su décimo largometraje, Godard le habla a su público a través de los carnosos labios de Jean-Paul Belmondo, quien, imitando una voz octogenaria, expone en una extraordinaria secuencia la clave detrás de Pierrot le fou, un filme que “en lugar de centrarse en la vida de la gente, es acerca de la vida como un ente particular y acerca de lo que se encuentra entre las personas: el espacio, el sonido y el color”, concluyendo su discurso con la declaración de que “Joyce se acercó a eso, pero sin duda sus logros se deben poder superar”.

El guión que Godard fue improvisando durante la filmación, relata las aventuras de Ferdinand (Jean-Paul Belmondo), un hombre que decide abandonar a su mujer, a sus hijos y a su entorno burgués, para fugarse con la niñera, una vibrante jovenzuela interpretada por la siempre hermosa Ana Karina, quien es perseguida por miembros de la Organisation de l’armée secrète, un grupo terrorista de ultraderecha que buscaba impedir la independencia de Argelia.

La aparentemente compleja pero en el fondo sencilla trama del filme, es una excusa para que Godard haga un extraordinario ensayo sobre el devenir de la vida, sus ciclos, su hermosa intrascendencia y su inexorable azar, al mismo tiempo que, mediante la sátira, se divierte criticando duramente los preceptos rectores de la sociedad burguesa occidental, brutalmente influenciada por la publicidad, por el consumismo y por el pseudointelectualismo.

El estilo narrativo extraordinariamente innovador que Godard utiliza en Pierrot le fou, se cimienta en la fragmentación de la historia, creando una especie de maravilloso collage emocional, en el que, de forma vertiginosa, se van otorgando las pistas necesarias para comprender el desarrollo de una de las tramas más divertidas y al mismo tiempo melancólicas que ha filmado el director francés.

Hipnotizado una vez más por el cine negro norteamericano, Godard llena su filme de gángsters, violencia y acción, equilibrando estos elementos con la idílica y trágica relación de pareja que viven los dos protagonistas, quienes al conjuntarse representan la dualidad de la mente artística creadora, asumiendo uno de ellos el papel del intelecto y el conocimiento, mientras que el otro se apropia de la incontenible fuerza vital.

Pierrot le fou es un ejercicio casi lúdico de Godard, en el que con gran naturalidad muestra que no sólo no todo está inventado, sino que incluso los temas más elementales de la vida siguen siendo auténticos universos de posibilidades, que apenas han sido abordados con relativa superficialidad por el arte y la filosofía. Universos de inconmensurable complejidad, que nos superan y que si intentamos abarcar en su totalidad nos harán, como a Ferdinand, estallar.

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