Difícil de aceptar por los anhelos más liberales del ser humano, el amor en su núcleo más elemental no es otra cosa mas que la fantasía de posesión de otro ser humano. Un duelo de poder que muchos intentan suavizar con la noción romántica de la libertad del ser amado, pero que en su esencia pasional se aviva cual llamarada frente a la certeza de declarar “mío” a otra o a otro.
Recapitulación de varios instantes en la vida de Reynolds Woodcock –diseñador de modas ficticio de la década de los cincuenta que P.T. Anderson modeló principalmente con base en la vida del misterioso y legendario Cristóbal Balenciaga– Phantom Thread es una pieza magnífica de cine que funciona como un conglomerado de aciertos narrativos y visuales, mediante los que Anderson recoge las pasiones de un genio misántropo, cuyo completo desdén por el género humano (con excepción de su querida hermana y de su difunta madre) es irónicamente contrastado por el amor desmedido a la profesión de vestir seres humanos.
Woodcock vive por y para la moda, y a su edad madura se mantiene aún como un soltero empedernido que desecha mujer tras mujer, y que encuentra consuelo y placer en su asexualidad edípica. Sin embargo, su estable dinámica da un giro al encontrar a Alma, una mesera interpretada por la imponente Vicky Krieps, quien de forma gradual comenzará a diseccionar el engranaje mental de su obsesivo amante, y a utilizarlo, como Scheherezade, para mantenerse con vida en su reclusivo universo.
Apasionado al punto de la locura, el personaje de Woodcock es casualmente la última interpretación de Daniel Day Lewis: el actor más grande que ha dado Hollywood en los últimos treinta años, quien tras la conclusión del rodaje anunció su retiro voluntario debido al profundo daño emocional que le ocasionó ser poseído por Woodcock durante el tortuoso proceso de filmación. Apasionado también al punto de la locura, Lewis aborda un personaje que tal vez sea el mayor espejo de su carrera. Un reflejo que terminó por destruirlo, pero del que emana una de las actuaciones más potentes de toda su filmografía (imperdonable el Oscar a Gary Oldman por esa pobre caricatura de Churchill).
Y ahí, del otro lado de la cámara, observando a Lewis y llevándolo sin piedad al borde del desfiladero, tenemos a P.T. Anderson, tal vez el único heredero verdaderamente digno de Kubrick en Hollywood, cuya versatilidad temática y perfección técnica alcanzan un nuevo pico en esta ficción bergmaniana que, entre danzas de costureras y telas que caen sobre carne, dibuja a un hombre cuya hermosura será incomprendida por los que abominan a aquellos que renuncian a la humanidad para entregarse de lleno a la belleza, sin restricciones y sin arrepentimientos.