Pocos ponen en tela de duda el hecho de que en el amor se esconde una fuerza vital extraordinaria, la cual domina, motiva e impulsa al ser humano con una intensidad pocas veces alcanzada por cualquier otro factor, ayudándolo a soportar la interminable rutina y a plantear metas que le permitan continuar en ese maravilloso estado de embriaguez emocional. Sin embargo, en el amor también se aloja una inconmensurable potencia destructiva, capaz de aplastar psíquica y físicamente a cualquiera que, inmerso en el sueño perfecto del enamoramiento primigenio, súbitamente despierta a un mundo que le es completamente ajeno.
Travis es víctima del amor, pero a diferencia de la mayoría de los corazones rotos que engendra el destino día con día, el de Travis simplemente estalló, perdiendo cualquier deseo por vivir y huyendo de todo contacto social durante cuatro años, hasta que finalmente, gracias al desmayo con el que da inicio la cinta, su hermano, quien había perdido toda esperanza por encontrarlo vivo, recibe el aviso de que Travis ha aparecido casi muerto, amnésico, y completamente mudo, en una estación de servicio.
Con una narrativa que inicialmente dibuja una estupenda atmósfera de misterio alrededor del personaje principal, Wim Wenders construye esta obra magna de la cinematografía a pasos pequeños y desde la más absoluta paciencia, elaborando con gran cuidado la psique de cada uno de los involucrados, al mismo tiempo que presenta uno de los retratos costumbristas más maravillosos que se han filmado sobre la clase media norteamericana.
Es dentro de ese relato, cuya carencia de pretensiones moralizantes lo eleva prácticamente al nivel de tractatus filosófico, que brillan las maravillosas actuaciones de Dean Stockwell, Aurore Clément y en particular Nastassja Kinski, objeto del deseo de Travis, quien balancea a la perfección la impoluta dulzura de la niña inocente y el poderío emocional, heredado de ese otro gran Kinski, de la mujer que ha aprendido a convivir con la frustración de caer presa de su propia libertad.
Filmada desde la brillante cámara de Robby Müller, habitual colaborador de Jim Jarmusch y Lars von Trier, Paris, Texas combina sus grandes aciertos visuales con el espejismo sonoro creado por la guitarra de Ry Cooder, quien da el toque final a esta excelsa road movie, cuyo guión invaluable, escrito por Kit Carson y Sam Shepard, no solo deja fuera cualquier diálogo de relleno, sino que cierra el filme con uno de los mejores monólogos de la historia de la cinematografía mundial.
Metáfora del choque irreconciliable entre la modernidad y el tradicionalismo sureño estadounidense, el romance maldito que Wenders plasma en pantalla se estrella como un puño en el alma del espectador, dejándolo en un estado de marasmo emocional, únicamente sobrellevable por el sentimiento de haber visto una extraordinaria obra de arte, imperecedera, hermosa y prácticamente perfecta.