Paris is Burning (1990)

“Un día mi padre me dijo: en la vida tienes tres strikes y cada hombre negro nace con dos. El primero porque es hombre, y el segundo porque es negro. Pero tú además eres gay… buena suerte con eso”.

La frase, dicha por una voz anónima que se cuela entre un collage de imágenes neoyorquinas de luces  de neón y proxenetas es lapidaria. Paris is Burning, el documental definitivo de la cultura queer estadounidense abre su metraje con la definición perfecta de marginalidad: nacer sin una sola oportunidad.

Vivir en la periferia de lo socialmente aceptable sin la más remota posibilidad de acceder a los códigos de validación del entorno social es algo que engendra anomalías. La mayoría de las veces esas anomalías se traducen en una desesperación vital que culmina en criminalidad, violencia, drogadicción, y en todos aquellos estigmas que la sociedad ha desarrollado para encasillar a sus individuos menos afortunados. Sin embargo, en contadas ocasiones esa desesperación abre caminos de expresión inesperados, que a base de originalidad y furia modifican de forma radical la cultura popular.

Sobre una tarima rojo escarlata ubicada en uno de los extremos del salón, el Maestro de Ceremonias grita, y cuando el MC grita las futuras leyendas se preparan para cruzar la pista. Telas multicolores empapadas en sudor se pegan a los cuerpos nerviosos que esperan eufóricos la consagración de todos sus esfuerzos. Cuerpos casi todos delgados, fibrosos, con las venas hinchadas por la repetición incansable de esas extenuantes coreografías inconcebibles para las mentes de los blanquitos que nunca han puesto un pie en esos barrios.

El MC grita de nuevo y los ojos agotados por coser toda la noche se abren de par en par. El disparo de adrenalina activa los cuerpos, y sobre el piso de parquet gastado se deslizan los tacones de una oficinista, las botas de un general, o los zapatos de un ejecutivo de Wall-Street. Una multiplicidad de identidades reproducidas y apropiadas por jóvenes que jamás podrán vivirlas, pero que enfundados en esas pieles ajenas danzan felices frente a la mirada de sus madres espirituales.

La familia biológica aquí no tiene cabida porque el colectivo se ha vuelto la casa. Cada casa tiene un nombre, y cada casa es un ejército comandado por una madre orgullosa que en la pista prueba a otras madres la superioridad de sus hijos. La perfección de movimientos y atuendos es la meta en una guerra de honestidad descarnada donde el MC es Dios, y donde esos jóvenes que la vida descartó antes de haber nacido encuentran una gloria equiparable a la de las superestrellas cuyos nombres han memorizado.

Esa compleja y desaforada escena cultural es el objeto de estudio de Paris is Burning, y la forma en la Jennie Livingston desglosa durante hora y media el diccionario de esas tribus negras y latinas que a finales de la década de los ochenta llevaron el drag y el voguing hasta sus últimas consecuencias (incluso a costa de sus propias vidas) es una experiencia cinematográfica que por un lado maravilla por su audacia y su descarnada originalidad, y por otro nos recuerda el eterno destino de la contracultura: desaparecer y perderse en el olvido, o traicionar su esencia revolucionaria al ser validada por la cultura pop.

Poco queda en la masificación pop de shows como RuPaul’s Drag Race de esa furiosa búsqueda marginal de identidad y gloria que exuda Paris is Burning en cada fotograma, sin embargo, aún con la destructiva validación de lo pop, la cultura del drag ha prevalecido y se ha adaptado a los nuevos tiempos sin olvidar a sus antecesores. Esos hombres nacidos con tres strikes que tuvieron la valentía y el descaro de negar la realidad hasta el punto del delirio, para construir una utopía donde la belleza era la única norma. Leyendas.

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