Para el espectador occidental promedio, el cine de animación representa un subproducto del cine que casi siempre se ve desde una flagrante condescendencia. El frecuente uso de técnicas pictóricas para llevar a la gran pantalla cintas diseñadas para el disfrute infantil, ha estigmatizado de forma injusta una técnica cinematográfica que no sólo puede abarcar todos los rangos dramáticos del cine convencional, sino que, dada la gigantesca libertad creativa asociada a la página en blanco o al acetato transparente, es capaz de generar secuencias cuya expresividad sería imposible igualar en un filme de “carne y hueso”.
En Japón sin embargo, la ilustración y la animación poco o nada tienen que ver con el estigma infantilizador de occidente, esto debido a la crucial importancia que tuvo el grabado como técnica pictórica en el desarrollo de la civilización japonesa, principalmente a partir del siglo XVII hasta el XX. Desde obras magnas como el ambicioso Hokusai Manga de quince volúmenes, donde Katsushika Hokusai trató de compilar el mundo a través de ilustraciones en el año 1814, hasta los mangas modernos de artistas como Junji Ito o Shintaro Kago, la ilustración se ha convertido en un medio que, sin sacrificar su utilidad para dar vida a historias infantiles, funge también como una técnica idónea para representar fantasías o dramas adultos de gran poderío visual y emocional.
A pesar de su corta carrera como director, en la que apenas consiguió realizar cuatro filmes antes de su prematura muerte por cáncer pancreático a los 46 años de edad, el cineasta Satoshi Kon rápidamente se colocó como uno de los referentes más importantes en cine de animación tras el estreno de su ópera prima Perfect Blue, cinta que destruye la noción simplista de la animación como un género inferior al cine clásico, y que toma su lugar indiscutible como uno de los mejores thrillers de la década de los noventa.
El filme se centra en Mima, la líder de un conjunto de pop japonés que decide dar un giro a su carrera para convertirse en actriz dramática, sin adivinar que el hecho de sacrificar la imagen de pureza sexual que había construído durante años, al realizar un papel dramático que involucra una violación, enfurecerá a un obsesivo fanático que decidirá tomar venganza con sus propias manos en contra de aquellos que le arrebataron la inocencia a su inmaculada estrella pop.
Kon, quien en un principio deseaba adaptar la novela homónima de Yoshikazu Takeuchi, no quedó conforme con el guión que éste le proporcionó en la fase de preproducción del filme, de forma que, con la venia de su casa productora y, a regañadientes, del escritor, modificó radicalmente el relato para estudiar lo que a partir de ese momento se convertiría en su principal leitmotiv cinematográfico: la imposibilidad de distinguir entre fantasía y realidad. Es de esa forma que lo que inicia como un thriller convencional, gradualmente comienza a desarrollar una gigantesca cantidad de capas narrativas, las cuales terminan por mezclarse en un amasijo donde se vuelve prácticamente imposible distinguir qué es realidad, qué es psicosis, y a través de los ojos de quién se ven los acontecimientos proyectados en la pantalla.
A lo largo de 80 minutos, Satoshi Kon exhibe su superlativa habilidad como editor, dotando a la película de un dinamismo avasallador que, a pesar de intencionalmente convertir al relato en un acertijo cada vez más intrincado, nunca pierde el hilo conector de todas las realidades que se solapan una encima de otra, valiéndose de ágiles cortes y pistas que duran apenas un par de segundos, para mantener al espectador firmemente anclado al gran número de posibilidades disponibles que se le presentan para resolver la historia.
La fluidez con la que el equipo técnico de Kon anima la historia, deviene en una experiencia visual portentosa que magnifica la capacidad compositiva del director nipón, generándose a lo largo del metraje decenas de secuencias que se quedan impresas en la memoria, tanto por su belleza como por su potencia emocional. Secuencias que han servido para influenciar a una gran cantidad de directores occidentales, entre los que destacan los norteamericanos Christopher Nolan y Darren Aronofsky, éste último orgulloso poseedor de los derechos de Perfect Blue, los cuales adquirió para poder utilizar la secuencia de la bañera en Requiem for a Dream, y para rendir un muy particular homenaje al filme de Kon en su celebrada Black Swan.
Demencial bomba de sexo, violencia y brillantez narrativa, aderezada con una hipnótica banda sonora compuesta por Masahiro Ikumi, Perfect Blue es uno de los grandes monumentos del cine de animación moderno, y una razón más para lamentar la prematura partida de ese director visionario que dominó, como prácticamente nadie, los intrincados caminos de la mente humana y la infinita capacidad de ésta para engañarnos y, en última instancia, enloquecernos.