Comencemos con una afirmación aventurada: el vampiro es el mito más seductor que ha engendrado la cultura occidental a lo largo de su historia. ¿Cómo resistirse a los encantos de esos seres, alguna vez humanos, que reciben el precioso regalo de la inmortalidad y que vagan, eternamente bellos, acumulando conocimientos durante siglos y bebiendo la sangre de incontables humanos que caen rendidos ante su extrema sensualidad? ¿No son acaso la sabiduría y la sexualidad los dos principales intereses del ser humano?
Por desgracia, desde su arribo a la cultura popular con la novela de Bram Stoker, el mito del vampiro, siempre afín a cualquier época en la que se presente, ha sido sobreexplotado durante casi 120 años hasta niveles prácticamente insostenibles, situación entendible dada la extraordinaria fantasía que le implica al hombre común imaginarse como esa antítesis inmortal y seductora de su realidad, pero que dificulta la posibilidad de encontrar una pieza de literatura o cine que aporte, ya sea estética o narrativamente, algo innovador al saturadísimo mundo de los chupasangre.
En incontables ocasiones se ha analizado el conflicto del vampiro inmerso en la modernidad, exhibiéndose casi siempre detalles como la creciente dificultad para encontrar sangre libre de enfermedades, o la adaptabilidad de estos seres a problemas cotidianos del hombre moderno y la tecnología. Sin embargo, son verdaderamente escasas las referencias a la forma en la que el vampiro, una vez anulada la muerte, se enfrenta a la asimilación de la cultura en un mundo moderno donde todo el saber de la humanidad está al alcance de un simple click.
No es casualidad que esa titánica tarea descriptiva, relacionada con la asimilación que el vampiro tiene del infinito imaginario colectivo que nos rodea, se haya dejado de lado película tras película en espera de un director con las suficientes agallas para abordarla. Por fortuna, seis años después de ese grandísimo sobresalto en el mundo de los vampiros que significó la cinta sueca Let the Right One In, el cineasta norteamericano, Jim Jarmusch, vuelve a dar un giro extraordinario al tema con Only Lovers Left Alive.
Dos amantes vampiros viven separados, el primero, un melómano empedernido interpretado por Tom Hiddleston, pasa los días encerrado en la más completa reclusión dentro de una casa a las afueras de Detroit, obsesionado con la creación de música nueva, el otro, un vampiro amante de la literatura y de la cultura en general, maravillosamente interpretado por Tilda Swinton, ve pasar la vida en la ciudad marroquí de Tánger, comunicándose esporádicamente con su amor, y frecuentando como único amigo al legendario Christopher Marlowe (John Hurt), un dramaturgo del siglo XVI que se sospecha es el autor de las obras atribuídas a William Shakespeare.
Tal es la premisa con la que Jarmusch abre su brillante estudio vampírico, llegando a la conclusión de que la gran diferencia que separa a estos seres del hombre común es, además de la sed de sangre, la gigantesca sobreexposición que han tenido a lo largo de su longeva vida a la inabarcable historia cultural de la humanidad.
Esa extrema sofisticación y ese snobismo del chupasangre no procede de otro lado mas que de siglos de acumulación de conocimientos, desprendiéndose entonces que el vampiro es simplemente un humano más, cuyas capacidades emocionales se han visto modificadas como producto de un contacto mucho mayor con experiencias y estímulos culturales e históricos. ¿Evidente? tal vez, pero nunca nadie había representado con tal sutileza y pasión este hermoso concepto en una cinta de vampiros.
Eternos nostálgicos, no de años, sino de siglos anteriores, los protagonistas de Only Lovers Left Alive pasan sus días inmersos en una eterna búsqueda y experimentación artística, intentando mantener el más completo anonimato y despreciando las formas de organización sociales que la humanidad ha desarrollado a lo largo de milenios de prueba y error.
Resulta entendible que la música, una de las principales pasiones de Jarmusch, sea junto con la literatura uno de los hilos conductores más fuertes de la película, deleitándose el espectador con un soundtrack magistralmente curado por el propio director norteamericano, y cohesionado por las extraordinarias piezas musicales que Jozef van Wissem compuso expresamente para el filme, las cuales, aunadas a la hermosa fotografía de Yorick Le Saux dan como resultado una experiencia estética de proporciones épicas.
Obra magna dentro del género vampírico a pesar de estar lo más alejada posible del cine de horror, Only Lovers Left Alive es el ejemplo ideal para evidenciar que no hay temas suficientemente explorados en las artes, y que incluso un género tan agotado como el cine de vampiros puede replantearse completamente gracias a la brillantez de un autor, al que en este caso no nos queda mas que agradecer, tal vez, eternamente.