¿Cómo puede un documental que habla sobre una banda de chicos millonarios que cantan una y otra vez sobre la ingenuidad del amor adolescente ser bueno? Varias veces he leído en redes sociales la negativa de los “críticos” a acercarse siquiera a un producto con estas características, escudándose en una pretendida masculinidad que poco tiene que ver con el disfrute de una película, y olvidando que, si Leni Riefenstahl pudo hacer obras tan hermosas con temas tan abyectos como el nazismo, concebir un buen documental sobre un fenómeno de cursi-pop no debería ser tan difícil.
Es el día del estreno. Me siento en la butaca y observo que la sala está repleta de padres y niñas adolescentes visiblemente emocionadas, pero no esa emoción llena de dudas que tendrá usted, querido lector, cuando se anuncie una nueva cinta de David Lynch, ésta es una emoción genuina y sin concesiones que, gracias al maléfico gusto colectivo, les asegura aún sin haber visto un sólo segundo de metraje, que ésta será la mejor película del año. Siempre hay dos caras en la moneda.
Los niveles de dopamina en el cine están por los cielos, y cuando arranca el documental me doy cuenta de que estoy inmerso en lo más parecido a una de esas míticas funciones de The Rocky Horror Picture Show, en las que la gente recita los diálogos del musical y avienta, desde el más completo éxtasis, palomitas y prendas a la pantalla.
Las adolescentes, emocionalmente abrumadas, reaccionan a cada una de las escenas de This is Us con risa, emoción y llanto (en verdad), coreando todas y cada una de las canciones que vibran en la pantalla, y sumergiéndose por completo, gracias a un 3D bastante logrado, en la enloquecida experiencia del concierto que One Direction dio en el O2 de Londres.
Las canciones, que fungen como potentes catalizadores de euforia hormonal desaforada, se intercalan con la historia de los cinco chicos protagonistas, cuatro ingleses y uno irlandés, narrando desde su entrada al concurso de talento que cambiaría sus vidas, hasta el regreso a su tierra natal después de 3 años de una fama descontrolada, para reencontrarse con esos padres que, por un lado orgullosos, pero por otro devastados por haber perdido a sus hijos en las garras del show business, los reciben en sus humildes casas con enternecedora impotencia.
A lo largo de todo el metraje, el espectador puede intuir el deseo de Morgan Spurlock por, además de satisfacer a las fanáticas más aguerridas con fuertes dosis de adorabilidad y canciones cursis, estudiar ese producto perfecto, aunque seguramente efímero, de la boy band anónima compuesta por chicos como tú, cuyas familias son tan modestas como la tuya, que fácilmente podrían ser tus vecinos, y con los que tú, niña adolescente de 16 años, podrías seguramente tener una conexión emocional profunda y maravillosa en caso de encontrarlos algún día al doblar la esquina.
Resulta evidente que podría hacerse un documental mucho más atinado y profundo sobre este fenómeno pop, plagado de fascinantes matices antropológicos y sociológicos, sin embargo, aún con las concesiones que el documental hace para su audiencia objetivo, el resultado termina siendo un ejercicio entretenido, que abre un interesante debate sobre el atípico mundo de la fama en el siglo de las redes sociales y que evidencia la genialidad mercadotécnica que se esconde detrás de la música pop contemporánea.
Al final del día la pregunta aquí es si usted, querido lector, es de los que le pone cero de calificación a una película que no ha visto, o considera que dentro de cualquier tema social, por más ridículo y simplón que pueda parecer a primera vista, pueden revelarse, al ser analizado desde cierto ángulo, verdades universales.
Que comience la votación.