La sutileza es una de la armas más poderosas y complejas que tiene un realizador cinematográfico. Gracias a ella los personajes de un filme se impregnan de la ilusión de veracidad, y la estructura narrativa potencia sus giros para hacerlos inolvidables. Sorpresas guionísticas como el significado de la palabra rosebud en Citizen Kane, la cojera de Kevin Spacey en The Usual Suspects, o el núcleo incestuoso de Oldboy, tienen éxito en el contexto del filme gracias a que se construyen con paciencia a través de un entramado de brillantes sutilezas narrativas. Sin embargo, la ejecución de dichas sutilezas no sólo implica la presencia de un gran talento directorial, sino la elaboración de un guión que permita construirlas entre sus líneas con esa paciencia que cada vez se percibe más escasa en las producciones que abandera el mainstream hollywoodense.
Basada en una historia original de Bong Joon-ho, la cinta narra las aventuras de una pequeña niña que, tras pasar toda su infancia junto a un gigantesco y enternecedor cerdo genéticamente modificado, debe rescatarlo de una corporación multinacional que busca terminar la hambruna del mundo con la carne de una miríada de cerdos mutantes, y que como gancho publicitario ha escogido precisamente a Okja: el cerdo que la pequeña niña había criado en perfecta comunión con la naturaleza junto a su abuelo.
Es a través de esa premisa cuyo registro salta de comedia a drama con gran agilidad, que Bong intenta elaborar una crítica mordaz contra los mecanismos alimentarios del capitalismo salvaje, contra los grupos ambientalistas, contra la cultura del reality show, contra la manipulación mediática, y contra la ambición innata del ser humano. Sin embargo, la cantidad de frentes que el director coreano decide atacar es tan vasta que el filme termina por convertirse en un compendio de clichés superficiales sobre el funcionamiento de los sistemas que critica. Clichés que por otro lado están perfectamente diseñados para explotar el patológico sentimiento de culpa que los espectadores occidentales experimentan cuando ven en una sala de cine todo por lo que deberían estar luchando fuera de ella.
Es de esa forma que el espectador se emocionará con la relación entre niña y bestia (claro, la bestia tiene características ligeramente antropomorfas para que podamos ver un abrazo como Dios manda), para luego llorar con la separación de ambos protagonistas, maldiciendo en el camino a las malvadas hermanas gemelas de la corporación Mirando (como siempre estupenda Tilda Swinton), no sin antes identificarse un poco con ellas en secreto y pensar por unos segundos en “la tragedia de la condición humana”. El espectador procederá entonces a relajarse un poco con los chistoretes de un Jake Gyllenhaal en clave de caricatura superlativa, que lo hará reflexionar sobre todo lo que ya sabía previamente sobre los reality shows, complementando sus risas con la impostada nobleza del grupo animalista que bajo el mando del extraordinario Paul Dano busca adoptar a Okja como bandera de un fenómeno socioeconómico que no alcanza a comprender en toda su complejidad ni el personaje de Dano, ni Bong, ni el espectador; para finalmente cerrar la cinta –¿alguien podría no haberlo anticipado?– en una catarsis emotivolacrimógena que catalizará los aplausos del espectador, y que lo hará levantarse del sillón de la sala emocionado por discutir todo lo que aprendió de esa reflexión netflixeana, sentado frente a sus amigos con una buena cerveza y un jugoso corte de carne.
Al terminar de ver Okja imaginé el guión escrito completamente en mayúsculas y con signos de admiración enmarcando cada frase. No hay subtexto alguno porque Bong intenta decirlo absolutamente todo frente a la pantalla, con una flagrancia que por momentos resulta interesante pero que casi siempre se muestra torpe. Tal vez lo más triste de todo no sea reconocer nuestra absoluta indiferencia ante los acontecimientos del mundo, representada en la felicidad de la niña a la que sólo le interesa volver a su rutina diaria junto a su querida bestia, sino reconocer el potencial de un hombre cuyo regreso a ese cine brillante y sutil que lo hizo famoso, se antoja casi imposible.