La originalidad en el arte es un tema que puede tornarse en algo completamente escabroso y lleno de matices, ya que, si analizamos el asunto desde un punto de vista completamente intransigente, fundamentado en que el ser humano lleva a cuestas milenios de conocimientos adquiridos y de tradiciones socioculturales, ningún trabajo artístico producto de una mente contemporánea, evidentemente influenciada por los factores mencionados, podría ser considerado completamente original o únicamente mérito de su autor.
Lo anterior hace evidente que el proceso creativo parte siempre de una base y de un punto de vista que se remite a autores, referencias y ritos ancestrales, los cuales influencian de forma consciente o inconsciente todo aquello que sale del intelecto del artista. Sin embargo, el gran mérito del humano creador consiste en utilizar los conceptos inmersos en la cultura popular, para, apoyándose en ellos, materializar ideas o productos que nunca antes habían sido concebidos. A final de cuentas, resulta que, la tan apreciada “originalidad”, no es más que un inteligente ensamble de ideas antiguas.
Oblivion, segunda película del director norteamericano que osó hacer el remake de Tron, Joseph Kosinski, intenta cumplir la ecuación de la originalidad, borrando sin embargo la palabra “inteligente” de su atrabancado ensamble de ideas antiguas. El resultado es una cinta que toma prestados, o robados, conceptos de todos los filmes de ciencia ficción que has visto a lo largo de tu vida, situación a la que no tendría nada que objetar si la inteligencia formara parte de la ecuación.
La gran ventaja de Kosinski, quien adapta en Oblivion la novela gráfica que escribió junto a Arvid Nelson, es que en esta ocasión tiene de su lado a Tom Cruise, actor que con cada año que pasa se ve aún más joven (cuenta con casi 51 años), y cuya sola presencia, aunada a la promesa de vibrantes efectos especiales, prácticamente asegura una buena recaudación en taquilla.
El problema viene cuando la historia que vemos en pantalla comienza a resultarnos vagamente familiar: Cruise interpreta a un mecánico que vive en un Planeta Tierra postapocalíptico, contaminado en algunas zonas por niveles letales de radiación, producto de una cruenta guerra con una raza de extraterrestres que invadieron la tierra, inutilizándola después de destruir la Luna y provocar un holocausto nuclear. A pesar de que los humanos ganaron la guerra, el desastroso panorama los obliga a abandonar la tierra rumbo a Titán, la luna más grande de Saturno, dejando atrás únicamente a Tom Cruise, quien junto a su pareja sentimental, interpretada por Andrea Riseborough, se dedica a juntar energía para la colonia humana de Titán, mediante la puesta en marcha de unas pilas gigantes que se cargan drenando el océano.
Hasta aquí todo marcha bien, pero luego nos damos cuenta de que el personaje de Cruise tiene recuerdos recurrentes del pasado, debido a que sufrió un borrado de memoria junto a su pareja y, bueno, no arruinaré la experiencia para los que pretendan verla, pero a partir de ahí comienza la utilización a mansalva de los conceptos centrales de cintas como Total Recall, Moon, Blade Runner, 2001: A Space Oddyssey, e incluso una secuencia de vital importancia para la trama que se calca completamente de Independence Day. El fenómeno de la copia no se queda en la teoría, sino que llega incluso al grado de, no sé si como un intento de homenaje o simplemente por torpeza, copiar la estética del famoso Depredador en los uniformes de los supuestos extraterrestres del filme.
Kosinski mezcla en Oblivion, cual niño preparando su batido matinal, todo lo que le viene a la mente en cuestiones de ciencia ficción, para crear un Frankenstein que, a pesar de plantear conceptos capaces de detonar debates interminables en la audiencia, termina por decantarse por los derroteros más simplistas del cine de acción hollywoodense, dejando de lado al final todo lo que había intentado construir.
Película pensada para verse en formato IMAX, el cual sin duda saca lo mejor del planteamiento visual de ésta al mezclar imágenes impactantes con la banda sonora compuesta por M83, capaz de generar momentos tan memorables como cursis, Oblivion relaja al espectador con una historia que se autoexplica, una y otra vez, hasta que no queda camino alguno abierto a la interpretación libre o a la intelectualización del sencillo guión, dejando sin embargo un conjunto de cabos sueltos que, al igual que el filme, nadie recordará en cinco años.