La sexualidad es un Leviatán maravilloso y aterrador en cuyo núcleo se mezclan de forma indisoluble la brutalidad y la ternura; la fuerza creativa y la destructiva; el amor más desbordante y el odio más profundo. En ella se resumen y se contienen todas las pulsiones del misterio vital humano, que han fungido como principal motor del individuo y, por ende, como catalizador de sociedades y civilizaciones. No es casualidad entonces que la sexualidad siga teniendo un lugar privilegiado dentro de las manifestaciones culturales humanas, y que la amplia producción cinematográfica del mundo esté en mayor o menor medida circunscrita a ella.
A estas alturas resulta imposible ver desde una ignorancia objetiva una proyección de Moonlight, la segunda película del desencantado y poco prolífico Barry Jenkins, quien ocho años después del estreno de su ópera prima, y tras el fracaso de incontables proyectos fílmicos que no pudo financiar, regresa con una cinta que ha arrancado vítores dentro del circuito crítico internacional. Por fortuna, y a diferencia de otros filmes del 2016 de cuyos nombres no quiero acordarme, esa sobredosis de elogios no es del todo exagerada.
Tríptico sobre el descubrimiento sexual de un niño/joven/hombre afroamericano que se asume homosexual en un barrio bajo de Florida, Moonlight es una experiencia rica en sutilezas, que se aleja del misery porn que suele marcar la pauta en filmes de temática similar (Moonlight no es otra Boys Don’t Cry) y que además de sus aciertos narrativos se da el lujo de elaborar un tratado estético verdaderamente sobresaliente sobre el cuerpo humano y su entorno, partiendo de la experimentación infantil con la corporeidad –véase la hermosa secuencia del baile grupal o la del juego de pelota–; transitando después por la penosa etapa adolescente, con sus voces fingidas y su torpeza irrenunciable; y concluyendo con el dominio corpóreo –aunque no emocional– de la madurez, donde la cámara de James Laxton alcanza el pináculo de su azulada sensualidad.
Ya desde la secuencia inaugural, en la que vemos bajar de un coche a Juan –Mahershala Ali verdaderamente insuperable– a ritmo de la inspiradora y profética canción de Boris Gardiner, Every Nigger is a Star, Jenkins y Laxton agarran por el cuello al espectador y lo atrapan en un plano secuencia que consigue, mediante un inspirado remolino guionístico/visual, contextualizar en tiempo récord los códigos morales y sociales de un barrio que, a pesar de estar profundamente cimentado en la ilegalidad, esgrime un cúmulo de valores humanos universales que le permiten al filme forjar una poderosa conexión con la faceta más visceral del espectador.
Es a través de un primer acto infantil plagado de virtuosismo, un segundo acto adolescente que más bien funciona como puente dramático, y un tercer acto de impredecible madurez (tanto de los personajes como del director del filme), que Moonlight construye una narrativa que, parafraseando a los fanáticos de la novedad “no nos dice nada nuevo respecto al descubrimiento de la sexualidad”, pero todo lo que nos cuenta, o tal vez lo que nos repite, lo presenta desde un potente lirismo cuya fuerza emana de un extraordinario manejo de la delicadeza visual, narrativa y auditiva (escuchen por piedad la banda sonora de Nicholas Britell).
A Jenkins no le interesa explicarnos nada, no le importa justificar la desaparición de ciertos personajes que se esfuman, porque en la vida la gente se esfuma y porque una vez esfumados seguimos adelante; tampoco le interesa rellenar a sus personajes con datos anecdóticos o con aspiraciones vanas ¿qué más podría interesarnos saber de las aspiraciones del protagonista tras ver cómo se coloca esa parrilla dorada en los dientes? ¿qué más querríamos saber de sus intereses tras ver sus dedos hundirse en la arena azulada durante el primer encuentro amatorio? ¿qué más podríamos extraer del vínculo del protagonista con su padre putativo tras ver la secuencia en la que entran juntos al mar? Jenkins se rehúsa a darnos más datos, es un director demasiado inteligente para encasillar a sus personajes en los arquetipos homosexuales o afroamericanos clásicos, él quiere que experimentemos esos instantes de sensualidad, de resentimiento y de amor, dejando de lado las particularidades e identificándonos directamente con su universalidad. Ahí radica la potencia del filme; ahí radica la potencia de su poesía.