Año tras año llega ese momento en el que el mercado cinematográfico debe enfrentarse a un nuevo estreno de Woody Allen, ese personaje neoyorkino que, en una carrera contra la muerte y el olvido, ha decidido pasar lo que le resta de vida inmerso en un maremágnum creativo producto de un desorden obsesivo compulsivo. La consecuencia de esto es el inevitable estreno anual de una película que se añade a su extenso catálogo, el cual, más que un compendio de obras de arte, funciona como un mapa para las obsesiones de su creador.
Casi siempre arropado por una enorme base de fanáticos, que invariablemente terminan citando a Matchpoint como la prueba innegable de que su ídolo todavía conserva la chispa de talento que lo llevó al estrellato, Allen se ha convertido en una de las vacas sagradas más apreciadas de Hollywood y sus intentos anuales en uno de los eventos que generan más expectativas.
Con Midnight in Paris, Allen ha conseguido el que hasta ahora es su estreno más exitoso, generando un consenso prácticamente unánime entre los espectadores que la colocan como una de sus cintas más importantes, incluso llegando a catalogarla como la obra definitiva del director. Fueron precisamente esas credenciales las que me impulsaron a reencontrarme con el trabajo de un artista que ya había dado por perdido y que se había transformado en uno de mis menos predilectos. Prometo no volver a caer en el mismo error.
De la trama conocía lo indispensable, un guionista de Hollywood que intenta escribir su primera novela, interpretado por Owen Wilson, llega con su prometida y sus suegros a París, donde por las noches se encontrará un coche que lo llevará a través de un viaje temporal donde conocerá a Hemingway, Dalí, Picasso y muchos otros de sus ídolos artísticos, reviviendo la que bajo su consideración fue la mejor época de la ciudad luz y percatándose de que en verdad el anhelo de los tiempos pasados es un sentimiento inherente al ser humano.
El argumento, a primera vista rebosante de imaginación y nostalgia, aunado a la participación de Owen Wilson, quien sin duda puede ser un buen comediante cuando se lo propone, podrían haber significado un giro muy interesante a la carrera fílmica de Allen, pero por desgracia él era el director.
En su infinito narcisismo, Allen se vuelve a colocar como eje central de la historia, despojando a Wilson de su consabida capacidad para generar sonrisas al transformarlo en ese encantador obsesivo compulsivo tan celebrado por muchos. El problema principal radica en que ese hombre tímido, que a pesar de sus impedimentos sociales consigue rodearse de bellísimas mujeres gracias a su supuesta sensibilidad y desparpajo, irónicamente pasa casi la totalidad del metraje criticando la pedantería asociada al pseudointelectualismo, cuando queda claro que es precisamente ese adjetivo el que mejor describe la obra y personalidad de Allen.