Este texto aparece de forma íntegra en el número 14 de la revista ‘Cáñamo’.
El retrato de John Waters es cortesía de Jesús Iglesias Jiménez.
Abres los ojos y estás en la Avenida 23 al oeste de Manhattan. Conforme caminas te das cuenta que llevas unos jeans acampanados y unos zapatos que hacen un molesto “clac, clac, clac” al estrellarse en cada paso contra el concreto de la acera neoyorquina. Sientes el abrazo frío del viento ondear el chaleco de piel de conejo que apenas cubre tu negro torso desnudo. Fashion over comfort, baby. En el cruce con la Séptima el viento te lanza una hoja de periódico que se aferra a tu pierna. La retiras con la mano izquierda y alcanzas a ver un número en letras negras: 1973. Dejas que la hoja repleta de caracteres vuele y cruzas la calle con descuido. Nadie conduce por esas avenidas a las 11:37 de la noche en un martes. Sólo el ejército de los desposeídos y los hips se arrastra a esa hora por las calles: los primeros en busca de un buen lugar para colocar una caja de cartón, y los segundos a la caza de un buen dealer. Por un instante dudas a cuál de los dos grupos perteneces.
Mientras observas el letrero luminoso en rojo y azul del Chelsea Hotel te sorprende que ningún policía haya intentado detener a un hombre negro, semidesnudo y solo, que camina con paso decidido por la calle. Te frenas un instante y giras la cabeza sólo para estar seguro: nada. Continúas y el eco del “clac, clac, clac” retumba en los ladrillos del hotel que dio cobijo a Mark Twain, Dylan Thomas, Kerouac, Burroughs, Patti Smith y Robert Mapplethorpe. El hotel que guardó silencio mientras la boca lasciva de Janis Joplin se encontraba con un desconocido poeta circuncidado y perdedor de nombre Leonard Cohen. El hotel que años después verá salir por sus puertas al cadáver del movimiento punk apuñalado por un tal Sid Vicious.
Un rumor distante te llega en la siguiente esquina. No ves a nadie pero el barullo al sur de la Octava te sorprende, como si la oscuridad de este barrio de marineros y working class heroes te recibiera con un aullido. Tienes dos alternativas: acudir a la fiesta que te prometieron en la zona oeste del barrio de Chelsea, o perseguir el griterío. Todos sabemos lo que vas a escoger.
Caminas con paso firme y conforme sorteas las cuadras empiezas a notar que la soledad te ha abandonado. El suave murmullo tumultuoso ha dejado de serlo para convertirse en jolgorio. El ruido de tus pisadas desaparece mientras rebasas a dos hombres en drag unidos por el cuello con una boa emplumada de color rosa. La noche se ilumina y hueles un incendio. Un incendio de marihuana. Has llegado al Elgin Theatre.
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La visión es dantesca (ojalá Dante hubiera nacido en los setenta): decenas de hombres y mujeres vestidos en sus galas más estrafalarias hacen una fila que da vuelta a la cuadra, frente a lo que parece la entrada de un cine. Miras tu reloj de pulsera: las 11.42. Nadie parece estar fumando, pero el olor de la marihuana es penetrante y una espesa niebla cannábica de origen indeterminado flota alrededor de todas las cabezas, omnipresente. Atendiendo a la lógica de cualquier ser humano te colocas al final de la fila y tocas el hombro del último personaje en ella.
–¿Qué esperan?
–Entrar
La lógica irrefutable de la respuesta te desarma. Aquel hombre obeso de lentes oscuros, enfundado en una camisa rosa con puntos negros y un blazer azul cielo, nota tu desconcierto. Tras unos segundos de incomodidad sonríe, y con su mano regordeta de piel lechosa te alarga un porro de tamaño modesto pero aspecto amenazador, que no habías notado por estarte preguntando qué clase de payaso usa lentes oscuros en plena noche.
–Pasan Pink Flamingos– te dice, con una encantadora voz amanerada y suave, mientras tú comienzas a fumarte lo que parece ser un bosque entero.
Atinas a preguntar con la voz deformada por la contención del humo si es normal presentar una película a esa hora. El hombre te responde que es una midnight movie: una moda exclusiva del Elgin Theatre que empezó apenas un año atrás con la presentación de un western mexicano psicodélico llamado El Topo.
–Una de esas ideas geniales por las que nadie apostaría– exclama el hombre –No sabían dónde estrenar la película y el dueño del Elgin sugirió que para experimentar la pusieran en su cine de lunes a viernes a la media noche. Nadie lo vio venir, pero el lugar comenzó a llenarse en todas las funciones. Tengo amigos que vieron ese western filosófico ultra violento más de quince veces.
Escuchas en silencio la historia mientras ves, por encima de los lentes oscuros, las exageradas cejas pintadas de tu interlocutor, que se alzan casi hasta la mitad de su pálida frente en un triángulo de insondable dramatismo que corona la atípica voluptuosidad de esa montaña de carne. ¿Un hombre con alma de drag queen o una drag queen con alma de hombre?: una divinidad.
–Una vez me tocó ver al director de El Topo en el Elgin– continúa el hombre –Tenía uno de esos nombres rusos impronunciables que terminan en “oski”. Lo vi ahí, en las escaleras laterales del cine, maravillado ante ese ritual pagano en el que una muchedumbre de gente poseída por el furor de las imágenes aplaudía, reía y gritaba con furia a la pantalla, vitoreando al protagonista. Cada noche era una catarsis bellísima, hasta que el imbécil de John Lennon se enamoró de la película y convenció a un tal Klein de que la comprara, la sacara del Elgin, y la estrenara con bombo y platillo en un cine de Times Square. Imagínate: emasculaciones, hombres deformes, sexo lésbico y galones de sangre en Times Square. La película duró apenas una semana en ese cine. Nadie la fue a ver. Lennon asesinó al primer gran éxito nocturno del Elgin.
Las manos del hombre te arrebatan el porro. Ves las brasas iluminarse entre los labios perfectamente delineados de tu nuevo amigo y volteas un instante. La fila se extiende ya varios metros detrás de ustedes. De repente ves pasar una silueta junto a ti y el griterío se incrementa exponencialmente.
–Hopper– exclama tu compinche tras expulsar el humo.
–¿Qué?
–Ese era Dennis Hopper… ¿Viste Easy Rider?
–Sí, con Fonda.
–Ha pasado un año y sigue destrozado por lo de su segunda película. Todos esperaban una obra maestra y fue un completo fracaso. El ruso mexicano ese que dirigió El Topo se la iba a editar. Seguro se conocieron aquí mismo. Dicen que Hopper llevaba meses enloquecido con la edición de la película y el “oski” ese se encerró tres días y la editó a mano, sin ayuda. Al final Hopper no se quedó con el corte del ruso mexicano… o creo que era chileno… el punto es que la película se fue al carajo y ahora Hopper está inmerso en una cruzada de autodestrucción salvaje. La sangre de ese pobre diablo debe ser ahora mismo el psicotrópico más potente del mundo.
Sin saber bien cómo, ya tienes el porro de nuevo entre los dedos. Le das otra fumada y por un momento te sientes como Jack Nicholson en esa secuencia de Easy Rider en la que Hopper y Fonda le ofrecen su primer toque. Piensas por un segundo que la marihuana y la búsqueda de la libertad siempre han sido amigos inseparables, pero luego escuchas tus pensamientos y te suenan imbéciles. Expulsas el humo. El sabor, la textura y la potencia de lo que estas probando te asombra. Volteas a ver a tu obeso amigo y te das cuenta que tu sonrisa delata tu estado. Te observa y exclama entre risas “¡Acapulco Gold, baby!”. Sientes un empujón en la espalda y ves que la fila ha comenzado a moverse. Intentas reaccionar pero el río de gente te arrastra hasta hacerte desaparecer.
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–Panama Red, Acapulco Gold y Thai Stick… la santísima trinidad, querido.
Frente a ti está un hombre alto y esquelético, de cabellos grasosos y piel blanca lechosa, que sostiene en la palma de su mano la mencionada trinidad del placer cannábico. Escoges el Thai Stick por la teatralidad y dimensiones del porro, mientras ves el labio superior de tu anfitrión adornado por un bigote que bien podría ser una raya horizontal trazada con un plumón de punta delgada.
Estás en la parte lateral del Elgin, en un pasillo que sobresale por encima del patio de butacas y todo mundo te saluda como si fueras una celebridad. El hombre esquelético te guiña el ojo para que le sigas el juego a los curiosos que se acercan a él como si fuera un Dios, mientras tu amigo, que en la calle aparentaba una cierta timidez, finalmente se ha retirado los lentes oscuros, y entre carcajadas estrepitosas te guiña el ojo mientras se coloca una abultada peluca rubia sobre su cabeza rapada.
–Lo amo– te dice el junkie de silueta alargada
–¿Son amigos?
–Crecimos juntos… uno dentro del otro.
La frase te parece demasiado hermosa para decir algo más, pero el hombre continúa.
–¿La has visto?
–¿Qué?
–Mi película.
–No, nunca había oído de ella.
Ves sus labios deformarse en una carcajada.
–Te prometo que te vas a divertir…
Un segundo antes de que las luces se apaguen imaginas la fiesta a la que nunca acudirás, con esas drogas que nunca probarás, y con todos esos cuerpos que ya no serán para ti, sin acabar de comprender del todo qué demonios haces en medio de esa convención de freaks.
Medio segundo antes de que las luces se apaguen ves a Dennis Hopper al final del pasillo junto a una rubia que le lame la mitad de la cara. Hopper te regresa una mirada de melancolía infinita en el instante en que la oscuridad devora el lugar por completo. Un alarido colectivo pareciera derrumbar las paredes, y justo antes de que se encienda el proyector piensas que jamás volverás a ver la luz del sol.