Tras el desorbitado éxito de Mad Max (400,000 dólares de inversión y 100,000,000 de dólares en taquilla), la presión de los grandes estudios hollywoodenses cayó sobre el director australiano George Miller. Todos querían ver una secuela de la minimalista pero brillante cinta de serie B que había lanzado a Mel Gibson al estrellato y puesto de moda, una vez más, a la gasolina y a las chamarras de piel como armas indispensables para combatir al mal.
Tras un largo periodo de negociaciones, que incluyó el abandono por parte de Miller de la filmación de Roxanne –película “rockera” cuyo guion quedó permanentemente enlatado–, el director australiano aceptó filmar la secuela de Mad Max, titulada The Road Warrior en Estados Unidos, en un intento por presentar al producto como una cinta desligada de la anterior dada la mediocre acogida que la primera Mad Max había tenido –a diferencia del resto del mundo– en dicho país.
El resultado es el regreso de Miller a esa Australia post-apocalíptica que en la primera cinta se disfrazaba como un futuro cercano, pero que en la segunda se plantea ya como un porvenir completamente alejado de la realidad contemporánea; contextualización que Miller hace mediante un brillante prólogo en formato 1:1.33, en el que se narran las cruentas guerras motivadas por una súbita carencia de combustible alrededor del mundo, así como la posterior dominación de las carreteras por tribus de violentos nómadas. Dicho prólogo, además de fungir como el mayor esfuerzo narrativo y filosófico del filme dada su posterior parquedad de diálogos y su completo compromiso con la acción, sirve de preámbulo y contraste al posterior estallido del glorioso widescreen cortesía del fotógrafo australiano Dean Semler.
Tras el colapso emocional sufrido en la primera cinta, Max Rockatansky se ha convertido en un mercenario que vive en una eterna peregrinación hacia ninguna parte, recolectando combustible, conduciendo su legendario Interceptor modificado, y sobreviviendo sin motivo alguno al infernal desierto australiano –héroe existencialista donde los haya–, hasta que el encuentro con un nómada solitario lo lleva a una fortaleza donde se almacena una gran cantidad de gasolina, la cual está siendo asediada por una tribu de violentos despojos humanos bajo las órdenes de un gigante musculado de nombre Lord Humungus, presentado por uno de sus súbditos como the ayatollah of rock-and-rollah –superen eso, antiguos títulos nobiliarios–.
Es entonces cuando, al más puro estilo de Los siete samurais, de Kurosawa, la fortaleza contrata los servicios del renegado Max para protegerlos y liderar el transporte de un gigantesco contenedor de gasolina a través de cientos de millas de desierto, rumbo a una especie de paraíso terrenal sin violencia.
Miller desarrolla un guión particularmente minimalista, que evita cualquier tipo de explicación argumental más allá del prólogo, para explotar el primitivo núcleo narrativo a través de un impecable y memorable desarrollo de acción, que lleva las estupendas secuencias persecutorias de la primera cinta a un delirante nuevo nivel, empleando el notable incremento de presupuesto para desarrollar maquinaria sacada del sueño de cualquier fanático del cyberpunk (véase el coche en el que los villanos montan a los dos prisioneros como defensa, o el vehículo-cohete de Pappagallo, líder de “los buenos” del filme), invirtiendo del mismo modo más recursos en el departamento de moda, con lo que consigue personajes de aspecto más amenazador, mezcla de punk, sadomasoquismo y psicopatía, que posteriormente serían reconocidos como el trademark del universo Mad Max.
Arropado por la crítica, el filme consolidó la franquicia de Mad Max y la carrera de Mel Gibson, revolucionando no sólo la estética de las cintas de acción, sino esa forma narrativa tan encomiable y tan poco utilizada, que desecha la sobreexplicación reiterativa e inútil de la trama, para concentrarse en el planteamiento dinámico de sus secuencias. Lo que queda en pantalla es digno de estudio y alabanza.