El camino para que una película se convierta en un acontecimiento legendario es misterioso y muchas veces inescrutable. En un principio podría pensarse que lo que se requiere es talento, una manufactura impecable o millones de dólares en publicidad, sin embargo sobran ejemplos de filmes que tienen todo lo anterior y han caído en el olvido, mientras que cintas por las que nadie habría apostado un peso son encumbradas hasta niveles insospechados por el frenesí popular. La ecuación del éxito resulta elusiva y poco evidente. No hace falta mas que ver los esfuerzos desaforados de los potentes estudios hollywoodenses para replicar –con memorables éxitos y estrepitosos fracasos– el modelo de éxito de cintas que sin proponérselo rompen paradigmas y revientan las taquillas.
Tras haber recaudado los 400,000 dólares necesarios para la filmación del proyecto mediante un panfleto de 40 páginas que resumía la película a los potenciales inversionistas, y ahorrando el salario de meses de formar parte del equipo de visitas médicas de emergencia –el equipo médico mejor pagado pero más demandante del sistema de salud australiano–, Miller pasó 14 semanas filmando y editando, sin saberlo, uno de los pilares sobre los que se erigiría el cine de acción de la década de los ochenta.
“A few years from now…“, reza el escueto prólogo del filme, que coloca al espectador en un indeterminado páramo australiano donde la red de carreteras es el hogar de despiadados maleantes: manadas de motociclistas nómadas cuya rutina es el pillaje, la violación y el asesinato de cualquier incauto que cruce su camino. Ante tales muestras de anarquía, el gobierno decide implementar la creación de un cuerpo de despiadados policías motorizados, cuyo respeto por la vida humana es lo suficientemente laxo como para hacer frente al violento régimen instaurado por los criminales.
El elemento estrella del mencionado escuadrón policíaco –un joven y en ese momento desconocido Mel Gibson–, padre de familia y esposo modélico, pasa su horario laboral arrestando y sacando del camino a más maleantes que cualquier otro policía, hasta que en una demencial persecución provoca el accidente donde muere uno de los miembros de la banda criminal de Toecutter, icónico villano a quien da vida Hugh Keays-Byrne, que decide vengar a su amigo destruyendo a todos los involucrados en su muerte.
Miller consigue manufacturar, a lo largo de hora y media de metraje, una de las cintas de serie B más dinámicas jamás creadas. La trama, que se resume con facilidad en apenas dos minutos de charla casual, está aderezada con diálogos parcos pero maravillosamente incendiarios –Nightrider en la secuencia inicial, completamente fuera de sí, gritando “I’m a fuel-injected suicide machine“–, con memorables secuencias de persecución, y con esa violencia políticamente incorrecta tan característica de la década de los setenta, que sería inconcebible dentro de un filme contemporáneo de consumo masivo.
Mezcla de road movie y revenge film, cuyos icónicos personajes se colocan en todo momento como antítesis del cine de acción cliché, Mad Max, gracias a su primitiva pero profundamente perturbadora atmósfera (véase la secuencia en la que Toecutter acosa a la esposa de Max seguido de una corte de motociclistas que se deslizan por los tejados entre sonidos guturales de animales), consiguió conectar con el público de forma inesperada, generando la impresionante recaudación de 100 millones de dólares en taquilla alrededor del mundo, lo que la convirtió durante décadas en la cinta más redituable de la historia –comparando monto de inversión y taquilla– hasta el estreno de la mítica The Blair Witch Project.
Clase magistral sobre cómo debe hacerse una cinta de bajo presupuesto, Mad Max es una experiencia fílmica que casi cuatro décadas después sigue tan vigente, explosiva y desfachatada como el día de su estreno.