Macario (1960)

El siguiente texto aparece íntegro en el número 7, año 2, de la revista impresa MÓRBIDO MAGAZINE, bajo el título Macario: el viaje del mito.

¿Quién no se ha enfrentado a la muerte? A la idea de desaparecer; de convertirnos en recuerdo; de ver al cuerpo rendido dentro de una fría caja de madera con la mirada fija en la Parca: ese ser que —en nuestro ineludible antropocentrismo— hemos dotado de forma humana y sexo —femenino para los herederos de las lenguas romances y masculino para los descendientes de la tradición alemana—. Ese enfrentamiento mental que todos hemos tenido en alguna ocasión con la muerte, hace evidente la forma en que la cultura moldea y predispone los límites de nuestra imaginación, la cual termina funcionando como un compendio milenario de intentos humanos por conceptualizar y decodificar el misterioso —y muchas veces aterrador— mundo de lo intangible.

Resulta entonces entendible que la representación de la muerte a lo largo de la historia del cine no sea mas que el resultado de un sinnúmero de consensos culturales, que han buscado humanizar —dotando de sexo, cara y carácter— al evento más violento y transformador de la condición humana.

Dentro de esa miríada de representaciones proyectadas durante más de un siglo en las pantallas de cine, Macario, filmada en 1960 por el menospreciado cineasta Roberto Gavaldón, funciona como inmejorable ejemplo de la transmisión y modificación del mito milenario de la muerte, inicialmente preservado por la tradición oral y posteriormente fijado por las letras de los cronistas e historiadores.

Para entender los inesperados caminos por los que se engendra la historia de Macario, es necesario recordar brevemente la estructura de su guion —basado en la novela homónima del elusivo escritor alemán Bruno Traven— que fue adaptado por Emilio Carballido, Roberto Gavaldón, y un desconocido personaje de nombre Pedro de Urdemales —sospechado seudónimo de Bruno Traven— y que tiene por eje rector el encuentro de un hombre con la muerte.

El protagonista —Ignacio López Tarso en su primer gran logro como actor— harto de la inmisericorde pobreza en la que vive junto a su esposa y sus cinco hijos, decide ayunar hasta que pueda comerse un guajolote entero sin tener que compartirlo con nadie. El capricho, en principio ridículo, es escuchado por su mujer —Pina Pellicer en su insuperable debut cinematográfico—, quien decide robar un pavo y, tras esconderlo de la voracidad de sus cinco pequeños hijos, dárselo a Macario: “Yo entiendo, Macario, yo también he querido algo para mí sola, para no darle a nadie, ni siquiera a ti…”.

El hombre se refugia entonces en el bosque para satisfacer su hambre, encontrándose primero con el Diablo y luego con Dios, ambos deseosos de que les convide una pieza del guajolote. Macario, arquetipo del indio ladino pero de buen corazón que se las ingenia para conseguir lo que quiere, rechaza a ambos con desparpajo, al demonio por perverso y a Dios por ser ya dueño tanto de él como del pavo. Finalmente aparece la muerte —un soberbio Enrique Lucero— personificado como indio flaco y pobre. Macario le da la mitad del pavo y como recompensa recibe un agua milagrosa que curará a cualquier enfermo, siempre y cuando la muerte no se aparezca en la cabecera de su cama, ya que de hacerlo el enfermo será insalvable.

Macario gana fama y fortuna atendiendo a los enfermos del pueblo, hasta que es acusado de herejía y encerrado por la Santa Inquisición. El virrey le pide entonces que sane a su hijo para recuperar su libertad. La muerte se lo impide al aparecer en la cabecera del niño, y después de que Macario intenta engañarla girando la cama, huye para descubrir —en esa mítica secuencia filmada en las grutas de Cacahuamilpa—, que su vida está a punto de terminar y que la muerte es incapaz de salvarlo. “Hay un orden mayor, hay leyes, hay todo lo que no entiendes…” le dice la muerte a Macario en uno de los momentos más poéticos del filme, tras reclamarle que no supo usar de forma correcta el don que le había otorgado. Al final la esposa encuentra el cadáver de Macario, y a su lado el pavo, partido en dos, con una mitad intacta y la otra devorada. ¿Todo fue un sueño del glotón moribundo o una realidad alterna generada por la muerte y borrada de golpe por la incapacidad de Macario?

El argumento del filme, que junto a sus memorables actuaciones y a la inolvidable fotografía de Gabriel Figueroa le valió la nominación al Oscar a mejor película extranjera —perdiéndolo en buena lid contra ‘El manantial de la doncella’, de Bergman— exhibe una complejidad narrativa y filosófica hasta cierto punto atípica dentro del panorama fílmico mexicano de la época. Panorama que con la cancelación de los Premios Ariel en 1958 y con la baja significativa de la producción cinematográfica, llevaba varios años anticipando el tan temido fin de la época de oro del cine mexicano.

Dicha complejidad narrativa es la conclusión de una cadena de mitos maravillosamente entrelazados y deformados por el devenir histórico. El primero de ellos surge en el período comprendido entre el 800 y el 600 A.C., cuando se compone el ‘Chandogya Upanishad’: texto escrito en sánscrito que junto con otros upanishads constituye el núcleo filosófico del hinduismo. En él se relata, entre muchas otras cosas, la historia de Narada, personaje que un buen día le pide a Vishnu (deidad rectora del tiempo) le explique el significado del “velo de maya”: concepto hinduista asociado a la unidad entre realidad y fantasía. Vishnu, divertido ante la pregunta, le pide un vaso de agua. Al instante Narada se desmaya y aparece en la plaza de un pueblo donde ve a una hermosa mujer cargando agua en un cántaro. Narada olvida su encargo divino y se enamora, la desposa y tiene un hijo con ella. Los años pasan y Narada se convierte en un hombre respetado dentro del pueblo y productivo como músico o médico —dependiendo de la versión que se lea— hasta que una terrible inundación hace perecer en un instante a su mujer, a su hijo y a todo el pueblo. Es entonces cuando Narada, sintiéndose morir, reaparece a la diestra de Vishnu y éste, como si apenas lo hubiera dejado de ver y todo hubiera sido un mal sueño, le pregunta con desparpajo “¿y mi vaso de agua?”, haciendo entender en ese instante a Narada —con una metodología bastante cruel— la dualidad entre realidad y fantasía que rige al concepto de “velo de maya. Guardemos este mito en la memoria y pasemos a la siguiente pieza del rompecabezas.

Algunos siglos después, en la Grecia antigua, surge un cuento folclórico que narra la historia de un hombre que decide hacer a Caronte padrino de su único hijo. Caronte, el mítico barquero de la muerte que conducía a las almas de los difuntos a través del río Aqueronte, rumbo al Hades, acepta. El niño crece, y cuando cumple diez años Caronte lleva a su “compadre” a una caverna llena de velas que representa a la humanidad. Ahí le explica que se acerca su muerte pero que le concede dos años más de vida, así como el poder de predecir si un enfermo va a morir en caso de que Caronte se aparezca a los pies de su cama —a diferencia de ‘Macario’, aquí la salvación ocurre cuando la muerte aparece a los pies de la cama del enfermo—. El hombre se hace rico con sus adivinaciones y tras dos años Caronte regresa por su alma. La mujer del griego intenta engañar a la muerte girando la cama cuando aparece a los pies de su marido, pero es inútil y el protagonista muere.

El antiquísimo cuento popular griego consigue llegar muchos siglos después hasta el imaginario popular alemán, de donde los hermanos Grimm lo rescatan en 1837 para perfilar su cuento ‘Der Gevatter Tod’ —traducido de forma literal como ‘El padrino muerte’, pero titulado ‘El ahijado de la muerte’ en su traducción al español— en el que un hombre con muchos hijos, tras buscar sin suerte padrino para su treceavo vástago, termina pidiéndole a la muerte que apadrine a su hijo. Al crecer el muchacho la muerte le regala unas hierbas —el don de oráculo del cuento griego aquí ya tiene como vehículo un elemento físico que cura— que salvarán a cualquier enfermo siempre y cuando la muerte no aparezca a los pies de su cama. El rey enferma y el muchacho lo cura girando la cama cuando la muerte aparece a los pies del monarca. La muerte se enfada por el engaño y le advierte a su ahijado que no debe volverlo a hacer, sin embargo la hija del rey enferma y el muchacho vuelve a hacer el truco de voltear la cama para salvarla. La muerte enloquece de ira y lo lleva a una caverna con velas, cada una representando una vida, para luego tirar la vela de su ahijado al suelo y verlo morir.

Más de un siglo después, en 1950, Bruno Traven toma como base el cuento de los hermanos Grimm —que ya era parte de la tradición oral mexicana gracias a las traducciones españolas que habían llegado al país en la segunda mitad del siglo XIX— para escribir la novela ‘Macario’. Es aquí donde se percibe el enorme poder recopilatorio y reinterpretativo del imaginario colectivo humano, ya que el cuento alemán, que carga sobre sus espaldas de manera casi intacta la leyenda popular griega, se mezcla bajo la pluma de Traven con el mito de Narada y Vishnu, para dar lugar a una historia que calca la estructura de los hermanos Grimm, pero que dota a su personaje principal con los atributos chocarreros del discípulo ignorante de Vishnu, al mismo tiempo que sustituye las hierbas del cuento de los hermanos Grimm por el agua de Narada —cuyo significado en sánscrito es “el que da agua”— para finalmente construir esa realidad alterna inexistente en el cuento alemán, que no es otra cosa que el “velo maya”, esa mezcla indistinguible entre la percepción del mundo de lo material y el mundo de la fantasía, que convierte a ‘Macario’ en un maravilloso compilado de milenios de tradición oral y escrita, construido y transformado desde los tiempos del hinduísmo brahmánico, hace 2800 años, y consolidado —tras su paso por la Grecia clásica y la Alemania decimonónica— en el México moderno del siglo XX, convirtiéndose en prueba irrefutable de la inmortalidad de las ideas dentro de la gran psique colectiva de la humanidad.

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