Justo antes de entrar a la proyección de la más reciente cinta del tunecino Abdellatif Kechiche, La vie d’Adèle, me cuestionaba acerca de la última vez que no disfruté una película que hubiera ganado la codiciada Palma de Oro del festival de Cannes, para finalmente ceder en el intento. Lo cierto es que el premio que se otorga año con año en la Riviera francesa ha sido, al menos durante la última década, un estándar que le garantiza al espectador el acercamiento a obras que, si no son perfectas, al menos son abanderadas de un cine de muy alta calidad, situación que no ocurre con tal constancia en otras premiaciones renombradas, como los Golden Globes o los Oscar.
Son sin lugar a dudas esas dos actuaciones de primerísimo nivel el punto de calidad más inobjetable de la cinta. Un desgarrador tour de force por las manifestaciones más primarias del amor, mediante el que ambas actrices se entregan en cuerpo y alma, tanto al goce sensual más absoluto como a la tristeza más desoladora, dando cátedra de toda la gama de capacidades que debe tener un actor para poder abordar un papel con maestría.
Por desgracia, la fuerza emocional proyectada por las dos actrices protagónicas se ve minimizada por la innecesaria longitud de un filme sin autocrítica alguna, que se regodea en la repetición emocional y en la creación de secuencias que, sustentadas en la innegable habilidad de Kechiche para representar lo intrascendente y lo cotidiano, inicialmente maravillan por su belleza pero gradualmente se descubren como una vacía obsesión estética y formal, tanto del director tunecino como de Sofian El Fani, su director de fotografía perennemente obsesionado con el poder dramático del close-up.
Mucho dice de la cinta el hecho de que el punto de análisis más recurrente en la mayoría de los textos que se refieren a ella sean sus explícitas escenas sexuales, en particular la hermosa danza erótica de siete minutos donde las protagonistas consuman su amor, escena que le valió a Kechiche el odio de las dos actrices, al someterlas a condiciones de filmación supuestamente denigrantes y terriblemente repetitivas, que sin embargo dieron lugar, en un hecho en absoluto halagador, a la secuencia más memorable de la película.
Fuertemente criticada por la comunidad lésbica al idealizar una relación homosexual desde una mirada profundamente heterosexual, y absolutamente maniquea en sus contados destellos de análisis social, La vie d’Adèle conquistó, tal vez por cuestiones mucho más políticas que el simple mérito fílmico, la codiciada Palma de Oro en Cannes, ocurrencia que debo agradecer, ya que en un futuro, cuando vuelva a hacerme la pregunta que planteé al inicio del texto, por fin podré esgrimir una respuesta.