La región salvaje (2017)

De todos los caminos por los que transita el horror, el más potente suele ser aquel que nos remite a las partes más renegridas de nuestra psique. Ese horror que asumimos posible porque lo sentimos palpitar en nosotros, agazapado en lugares mentales recónditos que a veces visitamos en sueños, o que de manera consciente hemos encerrado tras las puertas blindadas de la represión o el autocontrol. Ese horror fundamentado en la idea de adivinarnos como criaturas sin límites morales representa un lugar común de la creación artística, e incontables cineastas han intentado sublimarlo en piezas que suelen desbarrancarse en el exceso fácil, o en el incómodo adoctrinamiento moral. Sin embargo, un puñado de artistas han conseguido reflejar por unos instantes los misterios de esa cara grotesca que solemos guardar bajo llave. Amat Escalante es uno de ellos.

Después de devastarme con su impecable narco-drama, Heli, Escalante decidió abordar dos derroteros profundamente atípicos dentro de la producción cinematográfica mexicana: la ciencia ficción y el horror (tal vez el primero mucho más atípico que el segundo), para elaborar una potente alegoría de tintes universales sobre el horror al placer, que irónicamente se construye sobre el costumbrismo y la visión social de una zona mexicana muy particular.

Todo comienza con un triángulo amoroso: Alejandra trabaja en la fábrica de dulces de sus suegros para mantener a sus hijos y a su esposo, Ángel: un bueno para nada que la engaña con Fabián, su hermano. El triángulo pansexual se distorsiona cuando aparece Verónica (memorable Simone Bucio), para ofrecerle a Fabián una nueva fuente de placer. Fabián aparece unos días después desnudo y muerto sobre la margen de un riachuelo. Es entonces que Verónica aprende que la fuente de goce insaciable, inagotable, y alienígena que se esconde en la cabaña de unos científicos en medio del bosque, no es para cualquiera. Sin embargo ahora debe conseguir a otro suplente que asuma el arduo trabajo de perderse en el más irrestricto placer.

Memorable ensayo sobre el miedo que engendra la posibilidad de extraviarnos por completo en el goce más desmedido, La región salvaje funciona también como un panóptico de la idiosincrasia sexual del mexicano, que en gran medida resulta extrapolable a los tópicos universales del amor y la adicción sexual, pero cuyas sutiles particularidades sociales –ancladas a ese peculiar machismo homófobo mexicano que suele negar con violencia lo que más le atrae– son expuestas con brillantez y sorna por el guión de Escalante y Gibrán Portela.

En cuestiones técnicas el filme es un logro notable, no sólo por los breves pero alucinantes momentos en los que hace su aparición el bellísimo monumento al placer de Escalante, sino también por la construcción atmosférica de la lente de Manuel Alberto Claro, quien juega con luz natural, neblina y en ocasiones oscuridad impenetrable, para otorgarle al relato una dimensión lóbrega que nos conduce de forma inmejorable por los abismos emocionales de los cuatro protagonistas.

Mucho se ha hablado de que La región salvaje es una adaptación de Possession –la bellísima obra magna de Zulawski en la que una pareja se desintegra tras la adicción sexual de Isabelle Adjani a un monstruo alienígena. Sin embargo, lo que se obvia en ese juicio es que, a pesar de los evidentes paralelismos que pueden establecerse entre ambas películas, mientras Zulawski está interesado en la rebelión de la feminidad ante sus roles prestablecidos y el colapso de la pareja tradicional en la modernidad, Escalante lo que busca es hablarnos del horror asociado a descubrir la felicidad en la forma de algo por lo que estaríamos dispuestos a destruir todo lo que nos rodea, algo que nos lleve a sacrificar en un instante y sin dudarlo el lugar que hemos construido durante años en la sociedad. Resulta aterrador y terrible descubrir que tal vez un trago de alcohol, un disparo de heroína en el brazo, o en este caso un estallido de placer en los tentáculos de un alienígena, opaquen todos los otros goces de la vida. El horror que subyace en la eterna búsqueda del placer es, siempre, el horror a ese vacío vital que buscamos maquillar con pequeñas satisfacciones intrascendentes, esperando en el fondo nunca encontrar ese placer supremo que nos revelará en un instante la insignificancia de nuestras vidas.

Pocos trasfondos más aterradores y universales que ese. Lo sabemos, y mientras tanto, seguimos existiendo.

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