Después del desaforado y poco previsible horror al que Ben Wheatley ha sometido a su público durante casi hora y media de metraje en Kill List, apenas su segundo largometraje después del drama criminal Down Terrace, la acción se funde súbitamente a negro y, sin transición alguna, en blancas letras mayúsculas que llenan por completo la pantalla, aparece, brillante y aterradora, la siguiente leyenda: “THE HUNCHBACK”. Es ahí cuando la biología del espectador toma el control y descarga un poderoso escalofrío ante lo que se avecina, y sí, aún ahora que recuerdo ese brillante golpe efectista que da inicio a la última secuencia de la cinta, no puedo evitar estremecerme.
Kill List concluye en un océano de dudas que han dado como resultado interminables discusiones bizantinas a lo largo y ancho de la red, las cuales desgranan la trama e inventan teoría tras teoría, sin conceptualizar que el gozo supremo detrás de ese primer encuentro con el filme es precisamente el hecho de terminar en las tinieblas, en la más absoluta oscuridad narrativa, y al mismo tiempo haber asimilado un logradísimo cúmulo de atmósferas y sensaciones que estimulan la mente y el cuerpo del espectador, a tal grado que es imposible no caer presa de ese horror visceral y primario, rara vez ejecutado con tanta maestría, y al mismo tiempo sentir una profunda admiración ante el manipulador espectáculo montado por Wheatley.
Clásico instantáneo, Kill List ha triunfado gradualmente gracias a las recomendaciones boca a boca de los cinéfilos, muchos de los cuales han encumbrado a esta cinta ya al nivel de obra de culto y han puesto la mira en Ben Wheatley, quien después de escribir y dirigir esta brutal experiencia ha cambiado su registro hacia la comedia con su nueva obra, Sightseers. Sea como sea, este británico ha conseguido ya dar vida a una de las mejores películas de terror del siglo XXI, y eso, queridos lectores, no es poca cosa.