Xavier Dolan es de lo más emocionante que le ha pasado al cine en años. La historia de este joven director, que a sus 22 años ya ha sido alabado por propios y extraños en festivales de la talla de Cannes, no es nada común e inmediatamente nos remite a esos atormentados artistas que como Rimbaud deslumbraron al mundo con su precoz talento y el ejercicio absoluto de la libertad creativa que permite la juventud.
El aspecto más increíble radica en que, a diferencia del poeta maldito francés, Dolan decidió expresarse a través del que probablemente sea el arte más caro de generar, consiguiendo con un grandísimo esfuerzo el dinero para filmar J’ai tué ma mère, un guión que escribió cuando tenía 16 años de edad y que se convirtió en su primera incursión cinematográfica.
Ocho minutos de ovación y tres premios en el festival de Cannes fue lo que obtuvo este relato, que narra la tormentosa relación que mantiene un adolescente homosexual con su madre y su constante devenir entre el amor más profundo y el odio más desaforado.
Dolan, como buen realizador joven, intenta darle a su público algo nuevo tanto visual como narrativamente, situación que lo lleva a utilizar un discurso visual que se obsesiona con la creación de planos que dejen de lado lo ordinario, jugando constantemente con la simetría y las proporciones de la pantalla e imprimiendo una frescura visual que brilla por su ausencia en el cine clásico contemporáneo.
Todo ese cuidado preciosismo visual que se exhibe hasta en el último detalle de los escenarios, se complementa con las actuaciones de Anne Dorval, como la abnegada madre que intenta comprender a su cada vez más lejano hijo, y el propio Xavier Dolan, que se apodera del papel principal de una forma tan personal que inmediatamente podemos suponer la fuerte carga autobiográfica que motiva la historia.
Las desgarradoras escenas que aprovechan hasta el extremo el conflicto madre/hijo se deslizan entre interminables secuencias de insultos y diálogos maravillosamente poéticos, que curiosamente llegan a su clímax justo en la mitad de la cinta, con un plano que atesoraré como uno de mis favoritos del año.
Destacable es la hermosa y minimalista música de Nicholas Savard-L’Herbier, que eleva maravillosamente la intensidad del filme, hasta que éste finalmente estalla con las canciones que Crystal Castles y Vive la Fête cedieron a Dolan para ambientar las secuencias más frenéticas de la película.
Terminé de ver J’ai tué ma mère con el corazón encogido, recordando a mi madre y con un increíble deseo por filmar lo que fuera con una cámara. Francamente dudo que se le pueda pedir más que eso a una cinta.