Hugo (2011)

Muchas conclusiones pueden sacarse inmediatamente después de ver Hugo, el nuevo filme de Martin Scorsese, quien gracias a su brillante trayectoria se ha convertido en uno de los santones más reconocidos de la industria fílmica contemporánea.

La primera conclusión es que el estilo y el trasfondo del Scorsese que nos deleitó con obras del calibre de Taxi Driver, The Last Temptation of Christ o Raging Bull, tristemente han desaparecido por completo. Ese afán contestatario y polemizador, ávido de explorar las facetas más complejas de la sociedad, que iba siempre acompañado por depuradas armas narrativas y visuales, ha mutado en la última década en una especie de obsesión por darle al gran público justo lo que necesita para pasar una buena tarde de domingo. Ese Oscar que Scorsese recibe a la mejor dirección por la mediocre The Departed no puede ser mejor indicador de este hecho.
La segunda conclusión es que Scorsese conoce perfectamente su negocio y sabe como elaborar una película que satisfaga a las masas, situación que logra a la perfección con Hugo, cinta que relata las andanzas de un niño huérfano que vive de dar cuerda a los relojes de la central de trenes de París, mientras que, en su tiempo libre y gracias a su talento para reparar maquinaria, intenta terminar un complejo autómata que constituye el único vínculo con su difunto padre.

El guión, adaptado de la exitosa novela de Brian Selznick, The Invention of Hugo Cabret, utiliza el encuentro del inocente personaje principal con un olvidado y anciano George Méliès como eje de la trama, dotando a la cinta de ese factor nostálgico que tanto se ha explotado durante todo el 2011 y provocando la admiración tanto de los desconocedores de la filmografía de Méliès como de aquellos que han vivido una y otra vez sus maravillosas secuencias, al ver en pantalla grande, gracias a Scorsese, algunas de las más representativas escenas del genial director junto a estupendas reconstrucciones del proceso creativo del visionario francés.

Por desgracia, el encuentro fortuito entre el infante, al que da vida el encantador Asa Butterfield, y Méliès, interpretado por un correcto Ben Kingsley, está aderezado con subtramas bastante melosas, que lejos de captar la inocencia de los personajes convierten al filme en un ejercicio de sensiblería a veces entrañable y a veces exagerado.

La tercera conclusión innegable es la apabullante calidad visual que utiliza Scorsese a través del fotógrafo Robert Richardson, consentido de Tarantino, quien genera secuencias computarizadas de impresionante fluidez, capaces de despertar la admiración del público y colocar la incógnita de ¿cómo demonios hicieron eso?

Al final del día Hugo es un filme divertido, que denota una vez más el deseo de este nuevo Scorsese por generar productos ultracomerciales de alta calidad, sacrificando en el camino ese estilo que lo convirtió en la leyenda fílmica que es ahora. Por lo pronto sólo queda esperar que algún día, ese hombre que moldeó a De Niro y lo convirtió en el mejor actor de su generación, deje de darnos estos divertidos y melosos dramas para volver a sacudir los cimientos del cine.

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