Hiroshima Mon Amour (1959)

Somos nuestra memoria. Somos interminables catálogos de experiencias buscando volcarnos en los oídos de alguien que esté dispuesto a escuchar. Es ese deseo por transmitir nuestras vivencias, muchas veces obsesivo y tormentoso, el que motiva desesperados intentos por conectar intelectualmente con otros seres humanos. Es precisamente esa conexión, que resulta en la mayoría de los casos mucho más escasa de lo que nos obligamos a creer y que se construye a partir de una desproporcionada montaña de recuerdos, el tema central de Hiroshima Mon Amour.

Dos cuerpos hacen el amor entre las cenizas del apocalipsis nuclear que se desató sobre la ciudad de Hiroshima en 1945, mientras sus voces recorren la ciudad devastada y posteriormente reconstruida como un gran monumento a la paz. Es esa realidad irónica la que Alain Resnais, quien originalmente tenía la encomienda de hacer un documental sobre la bomba atómica, retrata de la mano del soberbio guión de Marguerite Durás, el cual dibuja con maestría el dolor de aquellos personajes anónimos destruidos por la llegada de la paz.
Hiroshima Mon Amour cuenta una historia de amor en su faceta más grotesca, más intensa y más destructiva, pero sobre todo es un brillante retrato de esa conexión intelectual, que se mueve siempre en terrenos de lo inexplicable, mediante la que dos seres pueden finalmente abrirse completamente las entrañas frente al otro y volcar todas sus experiencias sin reparos.
Los personajes protagónicos, una actriz francesa (Emmanuelle Riva) a punto de concluir la filmación de una película sobre la paz en Hiroshima y un arquitecto japonés (Eiji Okada) marcado por la pérdida de su familia bajo el poder nuclear años atrás, se permiten, gracias a la inminente caducidad de su romance, abrirse completamente y exorcizar los demonios de un pasado marcado por la cuota de horrores que significó el proceso de paz de la segunda guerra mundial.
Resnais, el director más importante de la “Rive Gauche”, movimiento que siempre estuvo ligeramente separado de la “Nouvelle Vague”, crea un filme visualmente impactante, recurriendo a la ayuda de dos grandes directores de fotografía; el entonces primerizo Sacha Vierny y el ya experimentado Michio Takahashi, los cuales vuelcan todo su ingenio en el filme y componen secuencias de apabullante belleza y gran dominio técnico, haciendo siempre énfasis en la profundidad de los planos, en la fluidez del movimiento de la cámara y en los puntos de fuga de las imágenes.
Todo esto se suma al innegable talento de Marguerite Duras, que desarrolla una narrativa extremadamente compleja para reproducir las cadenas de pensamientos erráticos que componen los recuerdos humanos, generando, mediante auténtica poesía en prosa, un argumento en el que cualquier oración aparentemente dicha al azar adquiere sentido con el paso de la cinta.
Hiroshima Mon Amour es una película absolutamente innovadora en el campo visual, mientras que al mismo tiempo es capaz de vagar en los terrenos narrativos más delicados y en los más descarnados, definiéndose como un filme absolutamente contestatario e intensamente crítico, situación que le impidió participar en la competición oficial del festival de Cannes, pero que la hizo acreedora al premio de la crítica internacional.
Todavía me es imposible olvidar el diálogo entre esos cuerpos cubiertos de ceniza, que se aman una y otra vez en un intento por revivir su pasado, por no olvidar: “Tenía calor en la plaza de la paz, 10 000 grados en la plaza de la paz, la temperatura del sol en la plaza de la paz…”

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