High Life (2018)

Pocas cosas encuentro más emocionantes que ver a un cineasta consagrado en las más altas esferas del cine de autor adentrarse en el cine de género. Desde Bergman con su Hour of the Wolf hasta Jarmusch con su Only Lovers Left Alive, el cine de horror y la ciencia ficción han actuado como mecanismos enriquecedores de las inquietudes filosóficas de un gran número de cineastas. ¿Acaso alguien puede olvidar el dilema moral con el que Tarkovsky concluye su Stalker? ¿O la secuencia performática inolvidable que inmortalizó a Kubrick en el cierre de 2001: A Space Odyssey?

Es por lo anterior que High Life, el más reciente trabajo de la directora francesa Claire Denis se antojaba como un proyecto de gran interés. Ver a la mente detrás de White Material y Beau Travail embarcarse en una narrativa de ciencia ficción me parecía una idea fantástica, y el hecho de que la cinta tuviera como soporte la atípica mezcla de una serie de pilares afines al cine de Denis –como los Tindersticks en la banda sonora o Juliette Binoche en un papel principal– con un cúmulo de actores jóvenes que en buena medida representan la faceta más popular del cine independiente actual –Robert Pattinson, Mia Goth, y el hip-hopero Andre Benjamin– generaban cuando menos un poco de morbo por lo que sería el resultado final de la película. Moraleja: dudar de Claire Denis es pecado.

En el interior de una nave cuya estética asemeja la delicadeza de una caja de zapatos, viajan al 99% de la velocidad de la luz un grupo de convictos. Algunos condenados a muerte y otros a cadena perpetua, los cosmonautas comparten como vínculo común el haber intercambiado su prisión terrestre por una prisión cósmica revestida de promesas de redención, de trascendencia y de heroicidad. Sin embargo, desde los primeros minutos del filme entendemos que los otrora convictos ya no son más, y que existen únicamente en los recuerdos del único sobreviviente de la misión original: un hombre que viaja completamente solo junto a su hija. La joven, que no conoce otro mundo más que el de la nave, y el protagonista, que descubre en la supervivencia su único propósito de vida, son los únicos sobrevivientes de esa nave a la deriva que ha quedado despojada de toda misión y de todo sentido. Una nave que es el planeta Tierra; una nave que es ese sinsentido vital tan humano que adopta sentidos y metas en la colectividad, pero que en los momentos de desesperación solitaria se revela como lo que siempre ha sido: un viaje a toda velocidad hacia la nada.

Evidencia de la atípica sensibilidad narrativa de Denis, High Life extrae un cúmulo de personajes maravillosos de la mente de su protagonista –el cada vez más versátil Robert Pattinson en clave de cosmonauta monacal– que actúan como alegorías de los temas que más interesan a la directora francesa: la sexualidad, el amor, la maternidad/paternidad, el odio, la venganza, la redención, y muchos otros sentimientos que, anclados en la frontera de la animalidad, se desdoblan en cada uno de los viajeros a través de una mezcla indisoluble de ternura y violencia (esa violencia que se ha vuelto ya emblemática en el cine de Denis, y que detrás de su brutalidad, aparentemente masculina, yace una combinación de potencia y sensibilidad que pocos hombres serían capaces de ejecutar).

Incubadora de algunos de los personajes más bellamente escritos de la filmografía de Denis –véase a Juliette Binoche convertida en esa implacable bruja cósmica obsesionada con la creación de la vida y con la noción filosófica del placer como penitencia, o a Pattinson como el padre que, casi en el plano de deidad iluminada, mira con melancolía la frenética carrera de su cuerpo y el de su hija hacia la nada– High Life es una pieza notable de esa valiosa ciencia ficción que destruye las leyes de la física y de la lógica tradicionales, para reensamblarlas en la forma de un espejo. Un espejo en el que nos reflejamos todos, ahí, sentaditos en nuestras butacas; inventándonos misiones y propósitos trascendentales en el interior de una esfera gigante con rumbo a ninguna parte.

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