Hereditary (2018)

La primera vez que vi The Texas Chainsaw Massacre pensé un nuevo significado para la palabra virtuosismo: virtuosismo es filmar una secuencia de horror a plena luz del día, en un espacio abierto, y hacer que funcione. El problema con el virtuosismo es que es un valor escaso, y las películas de terror contemporáneas siguen confiando en la combinación de sonidos fuertes e imágenes súbitas para sobrecargar los sentidos del espectador y hacerlo saltar en su butaca. El efecto, potente en su inmediatez, se borra de la mente del espectador con la misma facilidad con la que se hace presente en ella. ¿La razón?: ese susto fácil, instintivo, y burdo, poco o nada tiene que ver con la verdadera esencia del horror: la disección y representación de lo abyecto.

En Hereditary –ópera prima del estadounidense Ari Aster, apadrinada por la cada vez más sobresaliente casa productora A24– la filosofía es diametralmente opuesta y, palabras más, palabras menos, podría resumirse así: vamos a contarte una historia tan, pero tan jodida, que no vamos a utilizar sustos súbitos, y es más, te vamos a dejar ver todo el horror de forma pausada, incluso mucho antes de que los protagonistas lo perciban, para que las imágenes que hemos diseñado cuidadosamente y que anclamos de forma inmejorable en la estética de lo terrible te taladren el cerebro.

Aster no tiene prisa en asustar a su público, y con paciencia de monje construye a lo largo del metraje una impenetrable atmósfera ominosa que flota sobre un terrible drama familiar. La protagonista, una mujer cuyo árbol genealógico está marcado por la desgracia, comienza a tener experiencias paranormales tras la muerte de su madre. Experiencias que en un principio desde la sutileza, y eventualmente desde la más gloriosa desmesura, arrojan pistas sobre una trama enloquecida que abreva de obras magnas como Rosemary’s Baby, The Devils, Carrie, Cries and Whispers (película que de hecho Aster proyectó a todo su equipo antes de comenzar el proceso de filmación), y de muchas otras cintas que giran en torno a la brutalidad que permanece disfrazada en las relaciones humanas, y al terrible dolor (y horror) de la pérdida.

Drama bergmaniano narrado en clave de terror, Hereditary funciona como una maquinaria audiovisual de lo perturbador, en la que se destruyen las reglas del drama “serio” y se aderezan con un cúmulo de tintes sobrenaturales que, lejos de minimizar la seriedad del conflicto familiar que funge como eje central de la película, la potencia, e incluso le imbuye esa solemnidad que suele emanar de la contemplación de lo verdaderamente abyecto.

Aster escoge utilizar un revolver con municiones limitadas en vez de una metralleta, y para conseguir que la trama dramática se sostenga por méritos propios sin desviar demasiado la atención de su audiencia, calcula de forma inmejorable la colocación de los contados pero demoledores impactos de horror que, desde el inesperado primer giro argumental hasta la irrestricta catarsis final, constituyen una clase magistral de equilibrio narrativo y efectismo cinematográfico, en donde las dosis de horror, a pesar de su aspecto desmedido, se equilibran y equiparan en potencia con las secuencias más intensas de la dolorosa dinámica familiar de los protagonistas.

Notables resultan las actuaciones del cuarteto protagónico encabezado por Toni Collete, que apoyado en el estupendo guión de Aster consigue elaborar secuencias de incomodidad familiar que bien podrían haber sido filmadas por el más renegrido John Cassavetes –véase la escena de la cena familiar.

Digna exponente de la nueva ola cinematográfica que busca encumbrar al horror como high-art, Hereditary es una cinta cuya brutalidad se enquista en la mente del espectador, y lo deja con la sensación de haber visto algo que habría sido mejor no contemplar, algo verdaderamente terrible. Como cuando te enfrentas por primera vez a los ojos que Goya pintó en la cara desencajada de Saturno devorando a su hijo.

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