Uno de los aspectos que más suelo criticar y analizar en un filme es la construcción de sus diálogos, ya que en gran medida la inteligencia que pueda o no derramarse a través de las páginas de un guión es directamente responsable del impacto emocional e intelectual que pueda transmitir una cinta. Directores como Tarkovsky, Fassbinder, Fellini, Herzog, Wilder, Tarantino, etc. además de notables cineastas eran (y son) extraordinarios escritores especializados en el menospreciado pero complejo arte literario del diálogo. Es cierto que el cine no es una disciplina que dependa enteramente de sus diálogos –hay centenas de filmes cuya parquedad guionística no les resta un ápice de calidad– sin embargo, un intercambio verbal que caiga en el brumoso e indefinido terreno de lo “antinatural” –véase el terrible guión de Life of Pi– puede echar por tierra toda la construcción dramática de una película o, en el caso contrario –véase la secuencia inicial de Reservoir Dogs– convertir una escena sin mayor chiste en un auténtico referente cultural.
Es por lo anterior –aunque no sólo por eso– que Hell or High Water es una de las películas más sobresalientes que nos legó el 2016.
Relato sobre dos hermanos que deciden emprender una cruzada de robos bancarios para llevar a cabo un elaborado plan del que es mejor no revelar nada, el filme se alza como el primer trabajo verdaderamente notable del director escocés David Mackenzie y como una exquisita pieza guionística surgida de la mente de Taylor Sheridan: actor a quien le descubrimos su faceta de escritor en la celebrada Sicario, de Denis Villeneuve.
Es la certera y cáustica pluma de Sheridan la gran protagonista de este fangoso western, en el que cuatro personajes –dos hermanos y dos texas rangers– se enfrentan en un duelo de ingenio cuyo premio mayor son las modestas bóvedas de un conjunto de bancos campiranos en medio de esa nada que alguna vez fue, y sigue siendo, el salvaje oeste estadounidense.
Joya modesta pero perfectamente ejecutada cuya carga dramática descansa en los hombros de las monumentales actuaciones de Ben Foster como el hermano flemático, Chris Pine como el hermano reflexivo, y el imponente Jeff Bridges como un veterano texas ranger al borde del retiro –y al borde de ser una gran versión del Clint Eastwood de Gran Torino–, Hell or High Water perfila su narrativa en torno a un brillante retrato del corazón de ese Estados Unidos que se encuentra completamente alejado de cualquier glamour fílmico; ese Estados Unidos que tanto trabajo nos cuesta comprender y del que tanto nos burlamos desde nuestros cómodos sillones de Starbucks; ese Estados Unidos que siglos atrás se cimentó en las tierras arrebatadas a los nativos, y que ahora ha sido recolonizado por las grandes corporaciones bancarias que han esclavizado a pueblos enteros mediante la promoción de préstamos impagables; ese Estados Unidos habitado por miríadas de hombres sumidos en el nihilismo más desolador, dueños de nada, deudores de todo, y anclados a ciudades que agonizan entre hectáreas de campo estéril.
En una de las secuencias más hermosas del filme, el personaje de Ben Foster, cargado con el dinero que por la mañana robó a un par de bancos de poca monta, derrota en una partida de póquer a un indio comanche. El comanche lo encara y le dice “I am a Comanche. Do you know what it means? It means ‘Enemy to everyone’“. Foster lo mira con desdén y con la locura propia de uno de los personajes fílmicos más demenciales del 2016: “Do you know what that makes me?“, le dice con una sonrisa de oreja a oreja. “An enemy“, responde el gigantesco indio mirando desde arriba al pequeño tejano. Foster lo corrige: “No… that makes me a comanche“.
¿Siguen leyendo esto? ¿Qué esperan? ¡Corran a ver esta maravilla!