Pocos podrán poner en tela de juicio la habilidad de Mel Gibson para enquistarse, crecer y sobrevivir dentro del mundo hollywoodense (subsistir en una industria eminentemente judía tras declarar alcoholizado “fucking jews… the jews are responsible for all the wars in the world” requiere muchísima habilidad), otros podrán poner un poco más en duda su talento como director, puesto a prueba tras el rotundo éxito de Braveheart en el polémico festival gore de The Passion of the Christ, y finalmente en la vilipendiada pero a mi gusto efectiva Apocalypto. Sin embargo, hasta el estreno de Hacksaw Ridge creo que pocos se habrían aventurado a catalogar a Gibson como un director torpe. Repito: hasta el estreno de Hacksaw Ridge.
Gibson decide estructurar su relato mediante tres actos principales. El primero funciona como una contextualización de la vida interior del protagonista –interpretado de forma infame por Andrew Garfield en clave de Forrest Gump– que se construye en torno a la relación de Desmond con su familia (padre alcohólico / madre abusada) y al insufrible proceso de seducción ñoña que culmina en el casamiento del futuro héroe con el ideal decimonónico femenino por excelencia: una enfermera inocente, pura y hermosa.
Acto seguido Gibson decide transformarse en una versión pobre de Kubrick, convirtiendo la segunda parte de su película en un remix de Full Metal Jacket y Paths of Glory, donde el maravilloso y aterrador sargento Hartman de Kubrick se convierte en un blandengue sobreactuado encarnado por Vince Vaughn, y el inolvidable juicio militar de Kirk Douglas en una penosa pantomima melodramática que se ancla en algunos de los peores momentos narrativos que nos ha dado el patriotismo gringo.
Los espectadores que consigan llegar al tercer acto serán recompensados, ya que es este el que presenta los mayores aciertos visuales de la cinta, cortesía del talentoso fotógrafo Simon Duggan, sin embargo, muy alejada está la catarsis guerrera de Hacksaw Ridge de la inventiva visual que Gibson esgrimió en las secuencias de acción de Braveheart, y el dramatismo de los actos heroicos de Doss se ve mitigado en más de una ocasión por momentos de violencia que terminan abandonando el drama para adentrarse en el terreno de la comedia involuntaria –véase la secuencia en la que un soldado desesperado decide lanzarse contra los japoneses en carrera loca, con un rifle en una mano, y esgrimiendo en la otra, como escudo, el torso de más de cuarenta kilos de uno de sus compañeros muertos–.
Pieza indefendible de cine moralista y maniqueo, Hacksaw Ridge fue irónicamente recibida con euforia por la comunidad hollywoodense (sus seis nominaciones al Oscar así lo avalan), convirtiéndose en una muestra irrefutable de que, a pesar de las profusas muestras anti-Trump que ha esgrimido la falsa progresía de Hollywood en los últimos meses, en esencia el cine estadounidense es una industria profundamente anclada en valores ultraconservadores que Gibson esta vez supo explotar a la perfección. Ni modo.