Siempre me ha impresionado la radicalidad de los años cincuenta, una década en la que la juventud norteamericana decidió romper con el conservadurismo motivado por las dos guerras mundiales de principios del siglo pasado, las cuales asolaron la capacidad de decisión de aquellos chicos que mataban nazis a pesar de no tener siquiera la edad legal para beber.
Toda esa frustración acumulada durante dos generaciones y escondida tras un desbordante patriotismo, generó un evidente rechazo de los adolescentes de los cincuenta al estilo de vida de sus suburbanos padres, desarrollando movimientos sociales directamente diseñados para negar los valores tradicionalistas estadounidenses y para hacer millonarios a los fabricantes de productos para el cabello.
Es en homenaje a esos tiempos de desenfreno y desprecio por la edad adulta que Randal Kleiser adapta Grease, el celebrado musical de 1972 creado por Jim Jacobs y Warren Casey, acerca del romance entre el chico malo más popular de una escuela llamada Rydell High y la más inocente y recatada de las alumnas que acuden al centro educativo.
Ñoñez es la primera palabra que inmediatamente podría asaltar nuestra mente al escuchar la sinopsis de este clásico del cine norteamericano, y en efecto, Grease es probablemente la ñoñez más divertida y mejor producida que he visto en mi vida.
Impregnada con la maravillosa estética de los años cincuenta, que junto con la forzada irreverencia adolescente de la época se convertiría en obsesión y musa inseparable de genios de la talla de John Waters, Grease es una fotografía invaluable tanto de la etapa histórica que parodia a lo largo de todo el metraje como de la industria fílmica de los años setenta, la cual, ignorante aún del poderío que implica manufacturar ídolos adolescentes, utilizó a actores que incluso llegaban a superar los treinta años de edad, disfrazándolos con cuidados peinados y toneladas de maquillaje.
Un veinteañero Travolta se enamora de la treintañera Olivia Newton John, en una fantasía adolescente plagada de canciones memorables que tomaron por sorpresa los top charts de música de la época y que aún hoy en día siguen implantadas en el cerebro de una juventud que poco tiene que ver con la que se refleja en pantalla, pero que alegremente corea todas y cada una de las canciones que aderezan las innumerables secuencias trascendentales de esta película, filmadas por uno de los genios del mainstream hollywoodense, Bill Butler.
¿Cómo olvidar esa brutal carrera a la Ben-Hur dentro de los canales de desagüe californianos, o ese interminable concurso de baile en el que Travolta exhibe una cadera que aparentemente tiene tres veces más articulaciones que las del humano común? Imposible, porque a pesar de su ligereza y su enorme simplicidad argumental, Grease es un hito innegable de la cinematografía norteamericana y uno de los filmes musicales más exitosos de todos los tiempos.