Siempre es interesante encontrarse con la obra de un director desconocido, y a pesar de que el húngaro Kornél Mundruczó lleva ya una trayectoria fílmica cuyos inicios se remontan a finales de los años noventa, mi eterna ignorancia me llevó a enfrentarme por primera vez a su cine con White God, el filme que lo hizo acreedor al Un Certain Regard en Cannes –categoría del festival dedicada a películas independientes, particularmente arriesgadas e innovadoras–, y que gracias al premio dio un potente impulso a su filmografía.
Desde un principio la narrativa de Mundruczó salta como algo atípico: una pequeña niña, hija de divorciados, se muda a la casa de su padre por una temporada mientras su madre regresa de unas vacaciones con su nueva pareja. Entre el equipaje de la pequeña se encuentra un perro de nombre Hagen que, de forma inesperada, adquiere el papel protagónico del filme al verse abandonado por el padre de la niña. Es entonces que Mundruczó reinterpreta la narrativa clásica de los animal adventure films, normalmente insertada en cintas de tono alegre o comedias, para construir un drama descarnado sobre las desventuras que debe sortear Hagen para volver a ver a su pequeña dueña.
Es mediante ese hilo narrativo, que prescinde del diálogo humano para concentrarse en la visceralidad de la experiencia de supervivencia animal, que Mundruczó ensambla un tour por los lugares más renegridos de Budapest en cuanto a maltrato animal se refiere: albergues de perros callejeros, basureros, ciudades perdidas, y antros en los que las peleas ilegales de perros son el motor económico por excelencia. Espeluznante recorrido por el que Hagen debe pasar para forjarse un nuevo carácter, transformando la innata bondad del perro hogareño en la desmedida violencia del ser que busca sobrevivir en un mundo completamente hostil.
El problema del filme es que, a pesar de la impactante ¿interpretación? del can protagonista, y del extraordinario dominio visual de los perros involucrados –mediante el que se dota a una jauría con momentos de humanidad verdaderamente encomiables–, el ritmo y el desarrollo de la historia, que se mueve entre los lugares más comunes del tremendismo y la moraleja emotiva, rayan por desgracia en el tedio y la obviedad.
Película de impecable forma y burdo fondo, White God deja algunas postales visuales imborrables en la mente del espectador –producto de la estupenda colaboración de Mundruczó con el fotógrafo Marcell Rév–, que por desgracia quedan inconexas en una experiencia que parte del realismo más desgarrador, para posteriormente aterrizar en un planteamiento de absurdo surrealismo y finalmente perderse en la nada.