Nadie es una sola persona; somos muchos; somos otro. Es a partir de esta premisa que numerosos escritores han abordado el conflicto de la identidad: el conflicto de esa miríada de personalidades que habitan nuestro interior, y que se muestran u ocultan dependiendo del lugar y contexto donde se ubique ese envase contenedor, único e indivisible, al que llamamos cuerpo. Podríamos remitirnos inmediatamente a conceptos milenarios como el de la “Santísima Trinidad” –en el que tres entidades diferenciadas la una de la otra son al mismo tiempo un sólo ser– sin embargo, si repasamos tan solo los últimos dos siglos de creación literaria podemos encontrar que, dentro del océano inagotable de novelas y ensayos, la disociación de la psique humana mediante el enfrentamiento de cuerpos iguales con mentalidades diferentes se resume en tres obras magnas: Poe, con su cuento William Wilson; Dostoievsky, con su novela El doble; y finalmente José Saramago, con su novela El hombre duplicado.
Un profesor de historia –humano gris y pusilánime donde los haya– descubre en una película a un actor que es físicamente idéntico a él. Obsesionado por esa casualidad que le da un sentido adicional a su vida más allá de la rutina de dar clases y copular mecánicamente con su novia, el profesor decide rastrear el paradero del actor –hombre imponente, perverso y de personalidad magnética– sin anticipar que el encuentro de ambos desatará una incontrolable red de deseos fundamentada en las posibilidades de la más perfecta mimetización.
Es el deseo el motor principal de la maquinaria que Villeneuve pone en marcha. Deseo que parte de la generalizada fantasía humana de ser alguien más, y así, desde la omnipotencia de aquel que se mantiene irreconocible bajo un disfraz, experimentar de forma irrestricta vidas que nos son ajenas; apropiarnos de posesiones que jamás tendremos a nuestro alcance; o conseguir el aplomo y la libertad para hacer lo que nos venga en gana, sin la necesidad de mantener ese rutinario juego de máscaras al que llamamos corrección social. Una vez más nos encontramos con la ironía de descubrir al disfraz como un catalizador de nuestro verdadero yo.
Villeneuve y su fotógrafo, el quebequés Nicolas Bolduc, colorean la historia de Saramago con intensos filtros amarillos que desplazan el sentido de realidad del espectador, y permiten la introducción de vistosas secuencias oníricas que se funden con el relato y lo transforman en una experiencia que debe interpretarse a partir de códigos metafóricos –algunos muy evidentes, como la materialización de los celos en la forma de una araña gigantesca que termina por devorarlo todo al más puro estilo de Louise Bourgeois; y otros meramente introducidos para provocar un interés tramposo en el espectador, como la llave que proporciona acceso a ese club erótico perturbador pero intrascendente–.
Por momentos Enemy se siente más como un ejercicio fílmico que como una obra terminada, sin embargo el oficio de Villeneuve y la impecable interpretación de Gyllenhaal la convierten en una pieza que merece verse: un entremés que abre la discusión sobre la prisión de las apariencias que debemos mantener y sobre nuestros más renegridos deseos.